18/9/15

Sentimientos contradictorios

El ex maestro de ajedrez estaba atormentado. Hacía algún tiempo que había tomado la decisión de retirarse de toda actividad ajedrecística, luego del disgusto e irritación que le produjo haber perdido aquel mach final definitorio por el título de campeón de su país. Pero luego, no podía sepultar en su mente esta decisión y ello le había llevado incontables lágrimas, penas, remordimientos y muchos otros sentimientos contradictorios en la soledad de su vida.
Ese día al levantarse, la cara en el espejo le devolvía una imagen lamentable. La enjuagó varias veces con agua fría tratando de disipar las huellas del insomnio permanente que sufría en las noches. Recién se durmió en la madrugada y cuando la mañana ya estaba avanzada, se dio cuenta al despertarse que no había escuchado el reloj despertador.
- “Voy a llegar tarde al la oficina”- reflexionó, sabiendo que no era la primera vez, ni sería la última. Realmente no le importaba. Había renunciado a su trabajo como profesor en una escuela de ajedrez del municipio en la que era muy apreciado. Luego se había empleado en esa oficina donde realizaba un trabajo rutinario, que si bien le proporcionaba un cómodo subsistir económico, lo veía ahora como una trampa donde se encontraba prisionero.
Se vistió con desgano y echó un último vistazo a la imagen que se reflejaba en el espejo del ropero. Era un hombre alto y delgado,  rondando los cincuenta, de cabello negro poblado de algunas canas, de rostro reflexivo y mirada sombría. Cerró la puerta del armario y desde el dormitorio se dirigió hacia el balcón de su departamento. Permaneció inmóvil por un momento observando el panorama, tratando de postergar lo más posible su salida. Allá abajo, en la calle, cientos de personas circulaban por la gran ciudad apuradas e indiferentes tratando de llegar a sus respectivos lugares de labor. No podía dejar de pensar que tras cada uno de ellos se escondería alguna quimera como la de él. Un largo suspiro puso fin a sus cavilaciones.
Sus ojos vagaron por última vez sobre el paisaje urbano antes de dirigirse hacia la puerta de salida. Con aquella desesperada decisión de abandonar para siempre el ajedrez, que había tomado luego de haber perdido el mach en aquella noche aciaga, algo se quebró en su interior. Se le había apagado en su alma el fuego sagrado, la llama votiva de su vida. El motor que lo movilizaba había dejado de funcionar y ahora no era más que un ser que escondía el vacío que había dentro de él.
Salió a la calle para enfrentar la nueva jornada cargando una pesada mochila sobre sus espaldas, con el utópico propósito de reencontrar sus ganas de vivir. Nunca pensó que la vida por delante podía ser un largo tormento después de ver sus ilusiones hechas añicos, esparcidas sobre las piezas del tablero en aquella partida definitoria. Estaba tan exasperado y enojado consigo mismo, que había decidido retirarse para siempre, sin pensar que tal vez en el futuro esa herida producida en su alma sería muy difícil de sanar.
Por momentos, ansiaba ser capaz de volver a pisar un salón de ajedrez y jugar una nueva partida sin que no se le anudara la garganta cuando esos recuerdos acudían a su memoria. No sabía cómo hacer para contenerse cuando recordaba aquellas vivencias placenteras en la enseñanza de los chicos, cuando trabajaba como profesor de ajedrez. Sin embargo, las jugadas y posiciones de aquel mach fatídico siempre resurgían en su mente, rescatando oportunidades perdidas, encendiendo fuegos apagados y reabriendo heridas cerradas, que no habían sido del todo cauterizadas.
Su mente siempre lo llevaba a los empujones por esa marea de angustia que lo dominaba, impidiéndole tomar un respiro, para  poder orientar el timón hacia el rumbo correcto de su vida. Se hallaba atado a ese pasado de tal modo, que estaba virtualmente impedido de vivir su presente y mirar hacia el futuro, indefenso e inmerso en una oleada de ansiosas emociones contradictorias en su mente.
Entonces, en el camino por las calles de la ciudad al dirigirse hacia la oficina, se dijo con firmeza que no podía continuar de esa manera y debía hacer algo de una vez por todas. El futuro de su vida estaba en juego. Debía dejar de ser esa persona taciturna en la que se había convertido, para volver a estar en paz consigo mismo. Lo que había quedado atrás ya había pasado y no podía estar sometido a una revisión constante de sus errores. No podía dejar que lo invadiera siempre la nostalgia como una niebla adormecedora que lo llevaba hacia la muerte emocional.
Con ese pensamiento, al llegar a la oficina se dirigió a su escritorio donde reposaba la computadora, buscó una página de ajedrez en la Web y luego comenzó a teclear con determinación. Tomar esa decisión le había llevado tan sólo unos breves instantes y el pensamiento de sentirse liberado tan rápidamente de esa opresión malsana le arrancó una sonrisa. Cuando retiró las manos del teclado había recuperado su cordura y luego, exhalando un suspiro de alivio, se dirigió resueltamente a la oficina del Gerente de la Compañía.
Al otro día, ante la alegría de los aficionados, los medios de comunicación informaron que el ex maestro había decidido retomar su cargo de profesor de ajedrez en la escuela municipal y su retorno a la práctica profesional, inscribiéndose en el torneo clasificatorio para el nuevo campeonato del ajedrez de su país.
 
 
 

 


 
 
 
 
 
 

8/8/15

La tarjeta postal

A fines del siglo pasado estaba disputando la partida definitoria de un torneo internacional de ajedrez por correspondencia, con un rival de un país vecino. En aquella época, los movimientos de las partidas, eran comunicados mediante una tarjeta postal diseñada especialmente para ello, estipulándose el tiempo de juego en días por jugada realizada.
En esa modalidad ajedrecística, yo podía analizar cada movimiento sin la presencia de mi contrario esperando que juegue, sin el agobiante tic-tac del reloj y en la completa tranquilidad de mi hogar. De esa manera, podía contar con un registro de las ideas o variantes y consultar libros u otros materiales escritos. En esa época no existían los ordenadores. Lógicamente, la duración de las partidas se extendía notablemente en el tiempo y esa contienda ya casi llevaba un año.
Estaba definiendo la última partida del torneo donde empatábamos el primer puesto, luego de una ardua lucha con los otros rivales. Se había desarrollado una disputa larga y encarnizada, pero ya estábamos en la fase final. Con negras a la salida natural del peón rey de mi adversario respondí con igual respuesta y a la jugada natural de salida del caballo del rey a tres alfil, contesté con una jugada similar. De esa forma, entré en una defensa Petroff del cual era un experto y contaba con muchísima bibliografía y el antecedente de una cantidad enorme de partidas realizadas en torneos donde se había empleado esa variante.
Luego de la apertura había efectuado una rápida movilización de mis fuerzas y una correcta disposición de los peones, a fin de conquistar el centro del tablero. La lucha en el medio juego fue intensa, no exenta de belleza con maniobras ingeniosas e inteligentes y ahora habíamos entrado en un final muy complejo. La jugada que debía realizar me llevaría bastante tiempo de análisis, porque intuía que podía ser la que definiera esa partida trascendental. 
La búsqueda de las variantes adecuadas, me hacían desvariar y encontrarme ausente del mundo que me rodeaba. Sentía una opresiva y tortuosa sensación, y no podía evitar la impresión de ser perseguido por una infinidad de fantasmas invisibles que incansablemente me rondaban, acechaban y perturbaban sin darme tregua. Esa posición aparecía en mi mente en cualquier parte, en cualquier momento, en las noches, mientras estaba en la oficina o cuando hacía las cosas de todos los días. 
“¿Me estaré volviendo loco?”, me preguntaba. Después de todo, la locura debía ser algo parecido, porque mi mente vagaba libre, inalcanzable, lejos de las limitadas fronteras de lo material, tratando denodadamente de hallar la contestación exacta de esa partida. Mas la jugada salvadora no aparecía y el fin del día estipulado para hacerla ya estaba por vencer.
Pero en ese anochecer, cuando estaba sentado en el ómnibus para retornar a mi casa desde la oficina, un relámpago estalló dentro de mi cabeza. La certeza de lo que debía hacer me sacudió con vigor, despertándome de ese estado en que permanentemente me encontraba. Era mi última oportunidad.
Cuando  llegué a mi casa corrí desesperado a mi habitación y me paré frente al escritorio sobre el cual estaba el  juego de ajedrez. Arrimé la silla y me senté. Ubiqué las piezas con manos temblorosas en la posición de la partida y esperé en una intensa súplica, con mis dedos reposando sobre el expectante tablero. La jugada decisiva aparecía allí frente a mi vista y ya al hacerla quedé inmóvil y agotado.
Un creciente cosquilleo me anunciaba que la incontenible marea se estaba aproximando. Lentamente primero, desenfrenadamente después, las numerosas combinaciones se desarrollaron sobre el tablero  Las sombras chinescas de las piezas se proyectaban en una danza sin fin, brotando alternativas y variantes que habían estado ocultas y que fueron cobrando vida, escapándose del oscuro encierro de mi mente. Me parecía una eternidad el tiempo que había luchado por conseguir esa ansiada respuesta. Pero el momento tan esperado había llegado por fin.
Aparté las manos del tablero y me sequé la frente húmeda. Sentía un alivio indescriptible, porque había logrado la respuesta  perfecta a esa posición tan compleja. Decidí entonces volver a estudiar la jugada con gran cuidado, para ver si había tenido en cuenta el más mínimo detalle. Empecé a repasar todo una y otra vez, y en un momento dado estaba tan eufórico, que sentía como si esos análisis fuesen conducidos por la mano invisible del mismo Capablanca. Comprendí finalmente que había logrado con esa jugada, un final muy promisorio y prometedor.
Luego de enviar la tarjeta postal, la espera de mi adversario comenzó a carcomerme el alma, porque el tiempo siempre fue para mí una obsesión desde muy pequeño. Había tratado de olvidar la partida, pensando en otras cosas o sumergiéndome en el trabajo rutinario de la oficina, pero no lo había conseguido. Me preguntaba que pensaría mi rival de esa jugada, que significado tendría para él y que emociones pasarían por su espíritu, cuando transitara silenciosamente el estudio de la respuesta signada en mi tarjeta postal.
En la soledad de mi vida, quería descansar mi mente, pero no lo lograba. Las noches estaban plagadas de figuras de ajedrez que me privaban del necesario bálsamo del sueño, transformando ese tiempo en un sinfín de escaques de pesadilla. Muchas veces me despertaba en la madrugada bañado en un sudor frío, victima de esos pensamientos. Pasaban los días y estaba desesperado, con mi cabeza dando vueltas. Lo que más quería en este mundo era recibir esa tarjeta de respuesta.
El tiempo pasaba y como la tardanza comenzaba a hacerse larga, el plazo estipulado para la contestación ya estaba por vencer. Sabía que mi rival no abandonaría la partida tan fácilmente, ya que la perseverancia en el análisis era uno de sus atributos más fuertes. Finalmente el día límite que debería recibir la respuesta había llegado. Al mirar el reloj después de despertarme, consideré que era temprano y que todavía faltaba algún tiempo para que arribara el cartero. Eran las diez de la mañana cuando el hombre por fin vino a casa, trayendo la ansiada tarjeta.
Al entregármela traté de ojear la jugada pero no lo hice. Súbitamente comencé a sentir esa particular y ominosa sensación paralizante que produce el miedo a lo desconocido y el temor me fue invadiendo progresivamente. Cuando entré en mi casa y me decidí a ver la jugada, me sentí desconcertado, aturdido y sin reacción. El tiempo transcurría mirándola, pero mi mente se negaba a asimilarla. La impotencia me sacudía el pecho con una angustia que amenazaba mi cordura, mientras sostenía la tarjeta con los dedos, contemplándola una y otra vez.
Como hipnotizado por la incredulidad, me dirigí  hacia la habitación donde tenía el ajedrez, caminando lentamente como un autómata. Mientras los ojos se me iban llenando de lágrimas, todo a mi alrededor se fue volviendo borroso e irreal. Lo que tenía en la mano era la jugada decisiva y trascendental, tan bella e irreal que no la había previsto y en esa tarjeta postal estaba la prueba irrefutable de mi derrota, que luego constataría fehacientemente con las piezas sobre el tablero.

                 Tarjeta postal de ajedrez