12/10/13

¡Yo le gané a Kasparov!

El día que cumplí los cinco años mi padre me trajo de regalo un tablero de ajedrez que todavía tengo en mi pieza y lo uso para practicar. Él me enseñó los movimientos elementales y ese día la pasamos jugando. Pero en ese tiempo cometió algunas infidelidades que lo llevaron a separarse de mi madre. Desde ese momento prácticamente dejé de verlo. Ya adolescente y viviendo con mi madre, que muy despechada siempre me hablaba mal de mi padre, me constituí en un ser solitario y taciturno, con algunos problemas psicológicos. 
Comencé a jugar ajedrez en el club de mi barrio, porque sencillamente me gustaba. Sin embargo, mientras mis rivales profundizaban con pasión en las tácticas y estrategias del juego, para mí  resultaba una forma  placentera de evadirme de la realidad.  Siempre fui un jugador mediocre, sin ganas de progresar y el éxito me importaba muy poco, envuelto en esa existencia amarga y sin esperanzas.
Pasados algunos años, una tarde me enteré que Garri Kasparov iba a realizar una exhibición de treinta partidas simultáneas en el club de mi pueblo y decidí participar. Y aunque resulte increíble le gané al mejor jugador de todos los tiempos en la historia del ajedrez.  
Al día siguiente compré el periódico y cuando vi el título que informaba sobre el evento, me sorprendí al leer mi nombre en una parte de la nota. En el artículo me elogiaban sobremanera porque yo había sido nada menos que el único ganador en esas simultáneas y eso me emocionó muchísimo.
Cuando llegué al club a la semana siguiente me senté en una mesa vacía y mientras esperaba que algún amigo se sentara para jugar conmigo, recordé aquella partida. En la jugada veintitrés Kasparov que estaba en posición ganadora, tomó la torre e inmediatamente lo noté algo turbado. Allí me di cuenta que se había equivocado y que no tenía otra opción que jugarla en un lugar que yo se la capturaría. En ese mismo  momento sonriendo gentilmente y dándome la mano abandonó la partida, sin que yo pudiera reaccionar de la sorpresa.
De pronto, una persona que pasó al lado de mi mesa en el club me volvió a la realidad. Me miró y dirigiéndose hacia mí, me preguntó:
- ¿Usted fue el que le ganó a Kasparov?
- Si, fui yo -, le contesté escuetamente, tratando de disimular un sorpresivo orgullo que me surgía con fuerza desde el fondo de mi alma. Se ve que la gente desconocía el hecho de que yo no había tenido ningún mérito en lograr aquel triunfo y luego me mantuve callado. Qué necesidad tenía de contarle que había sido por un error involuntario de Kasparov y que realmente esa causa fortuita permitió que ganara la partida.
Estaba ensimismado en esos pensamientos, cuando escuché a tres personas que hablaban en una mesa contigua.
- ¡Ese tipo le ganó a Kasparov! -, dijo uno de ellos, señalándome con admiración con la cabeza. Entonces permanecí quieto, fingiendo no haberlo visto, ni escuchado.
Pero en esos momentos, yo que siempre había sido un pusilánime, comencé a sentirme inmerso en los dominios de la soberbia. Me parecía como que realmente había conquistado ese éxito librando sobre el negro y blanco del tablero, la gran batalla ajedrecística de mi vida. 
- ¿Pero esa fama no fue en realidad más que un producto del azar? -, preguntaba mi razón con modestia. 
- ¡Claro, pero fuiste el único que ganaste y nada menos que a Kasparov! -, contestaba mi ego con vanidad.
Luego con el devenir del tiempo se me fueron olvidando los detalles, las reacciones y las circunstancias de este acontecimiento ajedrecístico. Pero aunque parezca mentira, el orgullo por ese triunfo fortuito me ayudó muchísimo para recomponer psicologicamente el triste destino que en aquellos momentos estaba llevando el camino de mi vida.
 









Publicado en el libro “La caja del tiempo” 
Editorial Alsina. Buenos Aires. 2013.

9/8/13

El canoso

En mi vida de aficionado al ajedrez siempre recuerdo al canoso. Era un jugador veterano que jugaba ajedrez al ping-pong a cinco minutos. Los medios días de descanso en la oficina concurría al café Richmond en el centro de Buenos Aires a fines del siglo pasado. Allí, en el subsuelo, me quedaba parado frente a su mesa de juego con algunos compañeros de trabajo, contemplando y deleitándonos con sus partidas.
El canoso en esta variedad rápida de ajedrez, jugaba a una velocidad asombrosa. Conocía al detalle todos los gambitos habidos y por haber. Normalmente sacrificaba un peón en la apertura para quedar en mejor posición y luego recuperar el material. Si por el contrario el adversario era quien lo planteaba, él sacaba de la galera algún contragambito. Sacrificaba entonces también él un peón, generando una partida muy difícil de resolver para el sorprendido oponente en tan poco tiempo disponible.
Evidentemente conocía al dedillo el libro de celadas en las aperturas, porque sorpresivamente sacrificaba una pieza. Cuando el adversario la tomaba, creyendo que el canoso había cometido un error, quedaba en pocas jugadas irremediablemente perdido.
Pienso que en el ajedrez convencional y salvando las distancias, su juego en ping-pong se asemejaba al que fuera gran campeón mundial ruso, Mikhail Tal o más allá en el tiempo a Morphy o Marshall. Además con su estrategia de juego lograba con velocidad pasmosa ganar espacio y poco a poco, generaba debilidades posicionales en el enemigo, atenazando sus piezas en la defensa. Lo admiré, ganando finales como lo hacía el gran Capablanca en ese poco tiempo que disponía.
Y que decir de sus hermosos remates de partidas. Era un espectáculo que nos regocijaba por doquier. Condensada en esa rapidez podíamos embelesarnos con sus sacrificios brillantes y asombrosos. Como privilegiados espectadores hemos visto salir de la galera de ese genio cosas similares a la inmortal o la siempre viva.
De todas formas, algunas veces sus planteos y sus sacrificios eran refutados, pero generalmente ello llevaba al adversario a pensar demasiado para resolverlos en el poco el tiempo disponible. En esas posiciones, el canoso jugada rápidamente y con su mano apretaba el reloj como un rayo, lo que normalmente hacía que la aguja del adversario terminara cayendo irremediablemente.
El canoso permanecía horas y horas jugando intermitentemente mientras los adversarios, que formaban parte de un selecto grupo de amigos de bastante nivel ajedrecístico, desfilaban una y otra vez en el tablero.
Parados alrededor de la mesa de juego se formaba un círculo compacto de aficionados, que como nosotros, disfrutábamos de aquel espectáculo gratuito. En algunos casos hasta se escuchaban exclamaciones de aprobación y asombro, ante algunas jugadas espectaculares.
Hoy esos recuerdo me llenan de nostalgia, porque ya nunca podré volver a gozar de todo aquello, dado que el canoso, quien no era otro que el gran maestro Miguel Najdorf, junto con aquel viejo café Richmond, ya se han ido, como se van las noches con sus sueños.
 

 

Relato de homenaje al genio inmortal del ajedrez, el gran maestro Miguel Najdorf. 

Versión ilustrada por Frank Mayer

27/7/13

Ajedrez de sueños y agonías

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías? 

Jorge Luis Borges.

En el tablero blanco y negro de ese torneo de ajedrez, sus piezas blancas resplandecen y su mente iluminada vuela con ellas, planteando un gambito encarnizado a su adversario. Mas su posición superior en la apertura va diluyéndose en ese vuelo, entre un errante laberinto de sutiles combinaciones. De todos modos, ya en el medio juego, aunque sus sueños van pareciendo lejanos e inalcanzables, la ansiedad del triunfo los ilumina con alguna remota esperanza.
Sin embargo, esos sueños igual que el sol en el ocaso, van apagándose poco a poco, sumiéndolo en una angustiosa inferioridad posicional. Pero de pronto, entre esa misma angustia, aparece milagrosamente una variante táctica que podría conducirlo a las tablas redentoras. Parecía como que en ese ocaso, surgía un destello del sol en su agónico descenso.
Pero el hilo de la combinación le demuestra que era sólo un destello de ilusión. Las piezas negras enemigas con una mágica estrategia, comienzan a dispersar parsimoniosamente a sus blancas piezas, como si fueran hojas marchitas movidas por el azar del viento.
Y así muy lentamente, aún respirando, aún palpitando, va subsistiendo hasta llegar a la fase final de la partida. Allí, ya con inferioridad de material se van extinguiendo sus últimos recursos tácticos, en esa excitante partida de sueños primeros y de agonías después.
De pronto, como un rayo emerge el grito del jaque doble demoledor. Ante ello, sólo le queda inclinar su rey blanco con un respetuoso silencio y extender la mano a su adversario, reconociendo con hidalguía su derrota.
Pero esa angustia no le dolerá mucho tiempo, porque siempre los sueños de triunfo volverán a iluminar su espíritu, como lo hace el alba después del ocaso. Mañana Dios moverá al jugador y éste moverá las piezas en un nuevo y apasionante vuelo ajedrecístico, igual que en esa blanca y negra trama inmortal de polvo y tiempo de la vida, hecha de sueños y agonías.




26/4/13

El programador de ajedrez

Era un programador científico brillante y desde muy joven su vida sólo había tenido como objetivo tratar de destruir al juego de ajedrez. Este sentimiento estaba en su inconciente desde su niñez. Su padre, que era un jugador mediocre, le instaba compulsivamente a jugar, pretendiendo que sea el campeón que no pudo ser él. Para ello, le había enseñado a jugar explicándole algunas variantes básicas y lo anotaba acompañándolo a todo torneo que se organizara cerca de donde vivían.
Él no sentía ninguna pasión por ese juego y por supuesto perdió numerosas partidas, recibiendo los permanentes reproches de su padre. Finalmente llegó un momento que no aguantó más y se negó terminantemente a participar, ante la desesperación y recriminación de su progenitor. Todas estas circunstancias, le hicieron aborrecer con toda su alma y de por vida al juego de ajedrez. Destruir ese juego era además su ansiedad secreta, a la que se dedicaría en gran parte de su vida solitaria y enfermiza, la que estuvo ceñida ya desde muy chico a la realización de programas informáticos.
En su juventud trabajó como programador en IBM, y participó activamente en  la construcción del sistema operativo Deep Blue. Estaba diseñado para jugar al ajedrez aplicando la potencia bruta de un superordenador de procesamiento masivo, capaz de calcular doscientos millones de posiciones por segundo. Ese programa le había dado muchas satisfacciones a él y a sus creadores, porque logró derrotar en un mach, nada menos que a Garri Kasparov, que para ese entonces era el mejor jugador humano de todos los tiempos. Sin embargo, hubo muchos comentarios afirmando que se había ayudado furtivamente al programa en algunas jugadas claves, por expertos ajedrecistas.
De todas maneras y para su desdicha, esa derrota no afectó para nada la reputación del juego de ajedrez en el mundo. Este hecho solo había logrado apaciguar un poco la inmensa soberbia de superioridad que siempre lleva implícita el subconsciente humano. La computadora tal cual es su función, siguió constituyendo de por sí, una herramienta útil de ayuda permanente a los jugadores, para entrenamiento, capacitación,  mejoras en variantes o planteos estratégicos. De esa forma, ese juego divino no fue afectado para nada por el desarrollo de los programas informáticos aplicados al ajedrez. Se siguió jugando lealmente entre humanos, frente a frente, cara a cara, permitiéndoles disfrutar a los contrincantes el placer de la noble competencia, rodeada del arte y la creación estética.
Este hecho exacerbó mucho al programador y lo llevó a pergeñar la idea de construir un programa que jugase tan perfectamente al ajedrez, que le permitiera determinar si la pequeña ventaja de las blancas en la salida era suficiente para ganar. Si ello fuese cierto, ese desequilibrio de fuerzas sería una forma inexorable de destrozar la esencia de equidad de ese juego. De esa manera, en sus horas libres en forma secreta, solo, siempre solo, rumiando en silencio el amargo pasto de sus ideas, se dedicó a elaborar un programa especial a ese fin. A diferencia de Deep Blue, el programa contaría con una vasta cantidad de información y con un motor de inteligencia artificial, capaz de decidir por sí mismo la respuesta más acertada a cada planteo y sin ayuda humana alguna.
Luego de mucho empeño y perseverancia logró elaborar ese programa, que sin lugar a dudas sería el más perfecto y avanzado del mundo. Lo iba a hacer jugar consigo mismo, a fin de develar ese misterio que tanto lo obsesionaba. Según la opinión general de todos los grandes maestros de ajedrez cuyos libros había consultado, la pequeña ventaja de la apertura no era suficiente para ganar y jugando correctamente las negras, todas las variantes terminarían irremediablemente en tablas. Sin embargo, él dudaba de esas aseveraciones y esperaba que la precisión infalible de su programa le proporcionara la respuesta correcta.
Cuando comenzó a realizar los últimos ajustes del programa a fin de empezar el experimento, la incertidumbre lo envolvía por completo. Si llegaba a descubrir que era posible transformar en victoria en todos los casos con la mínima ventaja de la salida, el destino del ajedrez estaría irremediablemente acabado, Por otra parte, se constituiría en el más famoso y reconocido programador de ajedrez del mundo. Durante aquellos días de tensión nerviosa frente al monitor de la computadora, sufrió un estado de excitación como jamás le había sucedido. Cuando se despertaba luego del intenso y febril trabajo, no sabía si realmente había tenido un dormir o un despertar verdadero. 
Al concluir con la puesta a punto, una emoción intensa lo invadió. Tuvo que esperar algunos minutos para tratar de serenarse, antes de decidirse a poner en marcha el programa en la computadora. Cuando finalmente recobró el aplomo, lo ajustó para jugar contra si mismo y después pulsó enter para poner en marcha la partida. Dejó que el propio programa eligiera al azar alguna de las veinte posibles variante de salida de las blancas.
La espera se tornó en una verdadera agonía. Los minutos le parecían una eternidad y mientras la ansiedad lo carcomía, observaba el lento desarrollo de la partida en el monitor. Perseguía en su memoria la luz del discernimiento en cada jugada y la hacía subir a la superficie, pero luego era apagada por la tensión que sufría, justo en el momento que se iba a convertir en comprensión. Sólo temblor y palpitación representaban para él cada respuesta del programa, mientras el corazón le latía intensamente. De vez en cuando se le nublaban los ojos y no sabía si éstos lo engañaban o si se estaba obscureciendo la pantalla. De esa forma, los nervios lo fueron consumiendo más y más, hasta que finalmente estalló su corazón.
Como no tenían noticias de él y no contestaba las llamadas, los familiares comenzaron a impacientarse. Después de unos días, decidieron violentar la cerradura de la puerta de su departamento y allí encontraron su cuerpo sin vida, apoyado sobre la mesa de la computadora. En tanto, en el monitor todavía encendido, observaron sin comprender nada, a dos solitarios reyes, que con el tiempo ya consumido, permanecían estoicamente estáticos. Ellos eran los testigos silenciososo del fracaso del programador y parecían saludar al mundo con solemnidad, desde la trama blanca y negra de ese juego sublime e inmortal.



 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Publicado en mi libro La caja del tiempo. 
Editorial Alsina. Buenos Aires. 2013.
Versión ilustrada de Frank Mayer