Era
un niño
muy
engreído y luego de haber aprendido con
su madre a
mover las piezas
de
ajedrez, creía que nadie
podría vencerlo,
porque
a ella siempre le ganaba.
Un
día, como
su madre estaba ocupada y no tenía a
nadie
con quien
aplicar
sus conocimientos,
decidió
jugar
una partida contra
un programa
de ajedrez que encontró en su celular.
Con
una sonrisa seleccionó el nivel principiante,
y pensando que le ganaría fácilmente,
inició
el juego con
sus piezas blancas.
Luego
buscó
constantemente las jugadas que el
programa le
indicaba para
mover las piezas negras
en el tablero. Ante
su asombro, estas
lograron
poco
a poco una mejor posición
y fueron
acorralando a su rey blanco hacia los últimos casilleros del tablero
en el que podía guarecerse.
Finalmente,
su rey ya no pudo defenderse tras los pocos peones que le quedaban, y
todo el tablero quedó sembrado de piezas negras. Frente a esa
derrota, el niño descargó su rabia golpeando la mesa, y arrojando
al aire con un manotón, las piezas que estaban sobre el tablero..
Su
madre que oyó el ruido y el portazo que dio al salir de su cuarto,
cerró sus ojos, y pensó que había hecho mal en dejarse siempre
ganar como forma de incentivarlo en el aprendizaje. Y lamentó que su
hijo no tuviera algún amiguito que supiera jugar al ajedrez, para
practicar con ese hermoso juego que le habían traído los Reyes
Magos.