En mi vida de aficionado al ajedrez
siempre recuerdo al viejo. Era un jugador veterano que jugaba ajedrez
al ping-pong a cinco minutos. Los medios días de descanso en la
oficina concurría al café Richmond en el centro de Buenos Aires a
fines del siglo pasado. Allí, en el subsuelo, me quedaba parado
frente a su mesa de juego con algunos compañeros de trabajo,
contemplando y deleitándonos con sus partidas.
El viejo en esta variedad rápida de
ajedrez, jugaba a una velocidad asombrosa. Conocía al detalle todos
los gambitos habidos y por haber. Normalmente sacrificaba un peón en
la apertura para quedar en mejor posición y luego recuperar el
material. Si por el contrario el adversario era quien lo planteaba,
él sacaba de la galera algún contragambito. Sacrificaba entonces
también él un peón, generando una partida muy difícil de resolver
para el sorprendido oponente en tan poco tiempo disponible.
Evidentemente conocía al dedillo el
libro de celadas en las aperturas, porque sorpresivamente sacrificaba
una pieza. Cuando el adversario la tomaba, creyendo que el canoso
había cometido un error, quedaba en pocas jugadas irremediablemente
perdido.
Pienso que en el ajedrez convencional
y salvando las distancias, su juego en ping-pong se asemejaba al que
fuera gran campeón mundial ruso, Mikhail Tal o más allá en el
tiempo a Morphy o Marshall. Además con su estrategia de juego
lograba con velocidad pasmosa ganar espacio y poco a poco, generaba
debilidades posicionales en el enemigo, atenazando sus piezas en la
defensa. Lo admiré, ganando finales como lo hacía el gran
Capablanca en ese poco tiempo que disponía.
Y que decir de sus hermosos remates de
partidas. Era un espectáculo que nos regocijaba por doquier.
Condensada en esa rapidez podíamos embelesarnos con sus sacrificios
brillantes y asombrosos. Como privilegiados espectadores hemos visto
salir de la galera de ese genio cosas similares a la inmortal o la
siempre viva.
De todas formas, algunas veces sus
planteos y sus sacrificios eran refutados, pero generalmente ello
llevaba al adversario a pensar demasiado para resolverlos en el poco
el tiempo disponible. En esas posiciones, el viejo jugada rápidamente
y con su mano apretaba el reloj como un rayo, lo que normalmente
hacía que la aguja del adversario terminara cayendo
irremediablemente.
El viejo permanecía horas y horas
jugando intermitentemente mientras los adversarios, que formaban
parte de un selecto grupo de amigos de bastante nivel ajedrecístico,
desfilaban una y otra vez en el tablero.
Parados alrededor de la mesa de juego
se formaba un círculo compacto de aficionados, que como nosotros,
disfrutábamos de aquel espectáculo gratuito. En algunos casos hasta
se escuchaban exclamaciones de aprobación y asombro, ante algunas
jugadas espectaculares.
Hoy esos recuerdo me llenan de
nostalgia, porque ya nunca podré volver a gozar de todo aquello,
dado que el viejo, quien no era otro que el maestro Miguel Najdorf,
junto con aquel antiguo café Richmond, ya se han ido, como se van
las noches con sus sueños.
Como
tributo a la memoria de Miguel Najdorf, el 15 de abril, fecha de su
natalicio, se celebra en Argentina el DÍA DEL AJEDREZ.