2/6/14

La mano de Dios

Era el maestro de la escuela de un pequeño pueblo rural, colindante con un hermoso valle situado entre las colinas, que vivía allí con su familia y desde muy chico comenzó a practicar el juego de ajedrez. Sin embargo, si bien lo había apasionado y lo disfrutaba con mucho entusiasmo, nunca se le dio por estudiar su teoría y adentrarse profundamente en la infinidad de sus variantes tácticas o estratégicas.
Ya desde muy joven comenzó a trabajar como maestro, dedicándose a instruir a los niños de la zona en una pequeña escuela rural. En ese entonces, luego de dictar las clases a los chicos, se entretenía realizando partidas amistosas de ajedrez en el único bar que había en el pueblo con los habituales parroquianos que allí concurrían. Pero después de bastante tiempo de jugar, la competencia entre los amigos se fue haciendo monótona, porque cada uno conocía las mañas del otro.
Un día, cuando el maestro estaba jugando en el bar, se hizo presente el granjero más rico del pueblo. Ya al verlo de reojo, le causó cierta impresión porque le parecía que su imagen la había visto en alguna otra parte, pero por más que lo intentó no podía recordar de donde. Era un hombre pelirrojo, alto y fornido que lucía costosas botas, sus brazos eran musculosos y tenía grandes manos. Sus ojos grises parecían siempre estar alertas y por momentos brillaban de malignidad.
Cuando el granjero vio que el maestro terminó la partida, se presentó estrechando tan fuerte su mano con la suya, que lo hizo estremecer de dolor. Le dijo que se había enterado por el barman que él jugaba mucho al ajedrez y que era uno de los mejores jugadores del pueblo y le propuso disputar unas partidas porque le apasionaba el juego de ajedrez y no tenía muchas oportunidades para hacerlo. De modo que sorprendido por la novedad aceptó contento la invitación para salir de la rutina diaria, aunque el hombre no le resultaba para nada agradable. Luego que el mozo trajo el tablero y las piezas, el maestro de la escuela del pueblo se concentró en la partida.
Allí constató que el granjero jugaba realmente muy bien y la partida le fue resultando favorable hasta que llegó a una posición ganadora. Finalmente el maestro inclinó su rey y le tendió la mano al granjero, mientras éste celebraba su victoria con una sonrisa sobradora. Le dijo que él había pensado en un momento de la partida que estaba perdido, pero luego ayudado por la mano de Dios se percató de la brillante combinación con que lo había destrozado. Su voz de barítono resonaba en el recinto del bar con el brío de un cantor de ópera, mientras le mostraba su enorme mano.
- Le doy la revancha con otra partida a ver si tiene más suerte-, le dijo luego. El maestro pensó en negarse, porque la perspectiva de otra partida de ajedrez con ese hombre soberbio le resultaba intimidante. Pero consideró que sería una cobardía y aceptó la propuesta a regañadientes. Decidió que en esa nueva partida se concentraría mucho más, para ver si de alguna manera podía derrotarlo y destrozar esa aureola de vanidad que lo envolvía.
Era evidente que el granjero era un jugador con bastante buena técnica y que se le haría cuesta arriba llegar a ganarle. Sin embargo, en la nueva partida, con habilidad, el maestro se las había ingeniado para poner al rey del granjero en una posición peligrosa y encima le había comido un peón. Se sentía  muy contento, porque si seguía jugando sin cometer errores, podría ganarle por alguna combinación táctica o eventualmente pasar a un final ganador con el peón de más.
En un momento dado, el maestro observó que el granjero se rascó la barbilla con su inmensa mano, dedicando sus ojos grises a la peligrosa tarea de contrarrestar el ataque a su rey.
- La mano de Dios me ayudará a encontrar la salida de este atolladero-, le dijo moviendo la enorme mano sobre el tablero, mientras pensaba la jugada. Al escuchar esas palabras, al maestro se le hizo la luz en su mente al recordar de donde conocía la imagen del granjero. Su figura había quedado atrapada en el subconsciente entre los recuerdos entumecidos de su niñez.
Fue en un verano, cuando el maestro tenía sólo cinco años de edad y vivía con su familia en ese mismo pueblo. Una tía residía en ese entonces en la casa con ellos. Era una mujer muy seria y reservada, bastante regordeta y fanática por las creencias milagrosas. Sólo los domingos, ella compartía algo de alegría con la familia, cuando se preparaba para ir a cantar en el coro de la Iglesia del pueblo.
Pero un día, ella cambió notablemente. Estaban solos en la cocina, y le empezó a hablar de un famoso predicador que vendría a visitar al pueblo. Lo describía con un entusiasmo tal, que encendió su imaginación infantil. Le dijo que ese hombre hacía milagros y vendría al pueblo la próxima semana a bendecir y a salvar a las almas pecadoras. Entonces, él le suplicó a su tía que lo llevara a verlo, y ella sonriendo, le dijo que no sólo lo llevaría, sino que además aprovecharía su visita para que le brindara la bendición.
A la semana siguiente, cuando partieron caminando para asistir a la reunión del predicador, él estaba entusiasmado imaginando el suceso conmovedor de ver a un santo del cielo. Pero todo empezó a intranquilizarlo cuando se dio cuenta que se dirigían a una laguna cercana que el conocía muy bien y le desagradaba sobremanera. Un día, mientras se bañaba allí con unos chicos amigos, al divisar en su lecho barroso numerosas culebras, habían escapado muy asustados.
Cuando llegaron, había cientos de personas reunidas en la orilla. La mayoría de ellos eran trabajadores de las granjas de la zona que bailaban y gritaban. Entre esos cuerpos sudorosos haciendo cabriolas que le tapaban la vista, podía oír una voz potente de barítono que entonaba salmos y que provenía de la laguna. Su tía inmediatamente se unió a los cantos, mientras gemía y graciosamente sacudía su obeso cuerpo.
Gritando con todas sus fuerzas le hizo saber que quería ver al predicador y entonces, un hombre robusto se le acercó, y a instancias de su tía, lo subió a su hombro. De esa manera, logró ver al predicador que vestido con una túnica blanca embarrada, entonaba un salmo metido en la laguna con el agua hasta la cintura. Su pelo rojo era una masa enmarañada y empapada y con sus grandes manos, extendidas hacia el cielo, imploraba al sol del mediodía.
Trató de ver su cara, pero antes de lograrlo, el hombre que lo había alzado lo volvió a depositar en medio de los numerosos pies en movimiento y los ondulantes brazos de los fieles que bailaban frenéticamente. Inmerso en ese revuelo, trató de decirle a su tía que quería volver a casa, pero ella estaba tan enfervorizada que no lo escuchaba. El sol quemaba y trató de gritarle, cuando de pronto ella lo tomó firmemente de la mano y comenzó a arrastrarlo hacia la laguna para la ceremonia de la bendición, mientras la multitud se hacía a un lado y les abrían el paso.
Cuando llegaron a la orilla, su tía se detuvo, y él quedó impactado por la escena. El hombre de la túnica blanca, parado en el río, sostenía con sus grandes manos a una niña. Recitó unas palabras extrañas antes de sumergirla rápidamente en el agua, la mantuvo allí durante bastante tiempo y luego la sacó con la cara casi morada, ya a punto de ahogarse.
Después los grandes brazos del predicador se extendieron hacia él y quiso escapar, pero ya no había tiempo para nada. Podía oler su pelo rojo mojado, mientras sentía que las enormes manos del predicador lo impulsaban hacia abajo, sumergiéndome en el agua lodosa de esa laguna llena de culebras. Cerró los ojos y los labios para no tomar esa agua y luego de un tiempo sin respirar que le pareció un siglo, esas grandes manos lo alzaron nuevamente hacia la luz solar.
Estaba completamente sofocado y trató de respirar con la boca abierta, luchando para llenar sus pulmones de oxígeno. Respiraba agitadamente y el corazón le saltaba en el pecho. Cuando abrió los ojos, se encontró con la cara del predicador y sus ojos grises, emitiendo un fulgor maníaco. Entonces le cubrió toda su pequeña cara con su mano y le dijo que había recibido en su alma la bendición de la mano de Dios.
De pronto, escuchó una risa fuerte y la voz potente del granjero que le decía alzando el caballo con su gran mano: "¡Jaque mate!". Entonces, en su mente el rostro del predicador que estaba retirando su mano de su cara, fue reemplazado por un rostro virtualmente idéntico del granjero.
De modo que había sido muchos años atrás, donde había visto por primera vez al granjero o por lo menos a su contraparte, el predicador. Ambos hombres eran pelirrojos y con sus grandes manos, su voz potente, y sus ojos grises enfervorizados, creían que el destino estaba signado por la mano de Dios, que  no era otra que sus propias manos. Entonces, el maestro estrechó esa enorme mano y le dijo que se había distraído inmerso en sus pensamientos, mientras su ritmo cardíaco empezaba lentamente a normalizarse y la conciencia de la realidad, lo iba devolviendo nuevamente a ese tiempo presente.
Durante algunos meses el maestro de la escuela estuvo muy depresivo, dejó de jugar al ajedrez y no volvió al bar. En ese tiempo mientras dormía siempre le surgía la mano de Dios. A veces el granjero entraba a sus sueños, con sus ojos grises, gritándome con su gran mano extendida “¡Jaque mate!”. Pero de vez en cuando le aparecía el predicador, ataviado con su túnica blanca embarrada, que con sus grandes manos lo sumergía en el agua, asfixiándolo en aquella laguna lodosa llena de culebras.

 


2 comentarios:

  1. Brillante relato, cumplió su cometido, me trasladó a todos los escenarios y lugares, gracias Néstor por entretener a un admirador de tu habilidad como escritor.

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  2. Muy bueno el COMENTARIO JAQUÉ MATE

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