El día que cumplí los cinco años mi padre me trajo de regalo un tablero de ajedrez que todavía tengo en mi
pieza y lo uso para practicar. Él me enseñó los movimientos elementales y ese
día la pasamos jugando. Pero en ese tiempo cometió algunas infidelidades que lo
llevaron a separarse de mi madre. Desde ese momento prácticamente dejé de verlo.
Ya adolescente y viviendo con mi madre, que muy despechada siempre me hablaba mal
de mi padre, me constituí en un ser solitario y taciturno, con algunos problemas psicológicos.
Comencé a jugar ajedrez en el club de mi barrio, porque sencillamente me gustaba. Sin embargo, mientras mis rivales profundizaban con pasión en las tácticas y estrategias del juego, para mí resultaba una forma placentera de evadirme de la realidad. Siempre fui un jugador mediocre, sin ganas de progresar y el éxito me importaba muy poco, envuelto en esa existencia amarga y sin esperanzas.
Comencé a jugar ajedrez en el club de mi barrio, porque sencillamente me gustaba. Sin embargo, mientras mis rivales profundizaban con pasión en las tácticas y estrategias del juego, para mí resultaba una forma placentera de evadirme de la realidad. Siempre fui un jugador mediocre, sin ganas de progresar y el éxito me importaba muy poco, envuelto en esa existencia amarga y sin esperanzas.
Pasados algunos años, una tarde me enteré que Garri Kasparov iba a realizar una exhibición de treinta partidas
simultáneas en el club de mi pueblo y decidí participar. Y aunque resulte increíble le gané al mejor jugador de todos los tiempos en la
historia del ajedrez.
Al día siguiente compré el periódico y cuando vi el título que informaba
sobre el evento, me sorprendí al leer mi nombre en una parte de la nota. En el artículo me elogiaban sobremanera porque yo había sido nada menos
que el único ganador en esas simultáneas y eso me emocionó muchísimo.
Cuando llegué al club a la semana siguiente me
senté en una mesa vacía y mientras esperaba que algún amigo
se sentara para jugar conmigo, recordé aquella partida. En la jugada veintitrés Kasparov
que estaba en posición ganadora, tomó la torre e inmediatamente lo noté algo
turbado. Allí me di cuenta que se había equivocado y que no tenía otra opción
que jugarla en un lugar que yo se la
capturaría. En ese mismo momento sonriendo gentilmente
y dándome la mano abandonó la partida, sin que yo pudiera reaccionar de la
sorpresa.
De pronto, una persona que pasó al lado de mi mesa en el club me
volvió a la realidad. Me miró y dirigiéndose hacia mí, me preguntó:
- ¿Usted fue el que le ganó a Kasparov?
- Si, fui yo -, le contesté
escuetamente, tratando de disimular un sorpresivo orgullo que me surgía con
fuerza desde el fondo de mi alma. Se ve que la gente desconocía el hecho de que
yo no había tenido ningún mérito en lograr aquel
triunfo y luego me mantuve callado. Qué necesidad tenía de contarle
que había sido por un error involuntario de Kasparov y que realmente esa causa fortuita permitió que ganara la partida.
Estaba ensimismado en esos pensamientos, cuando escuché a tres personas
que hablaban en una mesa contigua.
- ¡Ese tipo le ganó a Kasparov! -, dijo uno de ellos, señalándome con admiración
con la cabeza. Entonces permanecí quieto, fingiendo no haberlo visto, ni escuchado.
Pero en esos momentos, yo que siempre había sido un pusilánime, comencé a sentirme
inmerso en los dominios de la soberbia. Me parecía como que realmente había
conquistado ese éxito librando sobre el negro y blanco del tablero, la gran batalla ajedrecística de
mi vida.
- ¿Pero esa fama no fue en realidad más que un
producto del azar? -, preguntaba mi razón con
modestia.
- ¡Claro, pero fuiste el único que ganaste y nada menos
que a Kasparov! -, contestaba mi ego con vanidad.
Luego con el devenir del tiempo se me fueron olvidando los detalles,
las reacciones y las circunstancias de este acontecimiento ajedrecístico. Pero aunque parezca
mentira, el orgullo por ese triunfo fortuito
me ayudó muchísimo para recomponer psicológicamente el triste destino que en aquellos momentos
estaba llevando el camino de mi vida.