El
viejo descansa en el parque sentado en un banco dispuesto con una
mesa para jugar ajedrez frente a la vista de un hermoso lago.
Escucha solitario el trinar de los pájaros, deleitándose con las
risas de los niños que juegan tras suyo como todas las mañanas de
esa agradable primavera.
Sus
manos, presas de un ligero temblor, se aferran con vigor a la
empuñadura de su bastón, mientras recuerda con orgullo los muchos
logros obtenidos en su larga trayectoria ajedrecística. Pero una
sombra de aflicción cruza su rostro al recordar el presente. Siente
que ahora ya no es importante y que ya a nadie le interesa jugar con
él. Dicen que sus opiniones y sugerencias ajedrecísticas son
antiguas y caen en saco roto o le dan la razón como a los tontos,
justamente a él, con tanta experiencia acumulada.
De
pronto aparece detrás suyo un niño de unos diez años provisto de
una bolsita de plástico conteniendo piezas de ajedrez, quien lo
saluda despertándolo de sus pensamientos. Al verlo, el viejo le
sonríe cariñosamente.
— Hola,
¿qué está haciendo? —,
le dice el chico.
— Me
gusta mirar el lago
y recordar cosas lindas—,
le contesta el viejo.
— Me
llamo Bobby como
Fischer y
me
justa mucho el ajedrez, pero como me tienen miedo, ningún chico se
atreve a jugar conmigo. ¿Acepta jugar una partida? —
le pregunta el chico.
— Por
supuesto, y a mí también me gusta mucho el ajedrez —,
le responde muy contento el
viejo que se llama José Raúl,
dispuesto a emular al gran Capablanca.
Y
así en esa mañana de primavera en el parque, el viejo y el niño
disponen las piezas sobre el tablero, para entablar felices ese
particular encuentro.