Estaba
por entrar a mi casa ubicada frente a el inmenso parque Avellaneda de
Buenos Aires,
cuando en ese atardecer
donde
el sol acariciaba
el follaje de los árboles, distinguí
a lo lejos a unos niños de la escuela jugando al ajedrez. Esa
vista impregnó de nostalgia a mi alma, porque me
hicieron recordar unos momentos trascendentes de mi infancia. Y como
si se hubiese detenido el reloj
que mide
las horas del tiempo de mi vida, me encontré de pronto sentado en el
pupitre de la escuela primaria.
— Ya
tienen trece años y ha llegado el momento que empiecen a pensar en
la profesión a la qué van a dedicar sus vidas—,
nos dijo la maestra. Entonces
se hizo un silencio profundo en esa clase del último año de la
primaria, cuando nos
comenzó
a preguntar a cada uno de nosotros, que queríamos
ser cuando fuéramos
mayores. Locutor,
mecánico, médico, aviador, fueron las respuestas que se sucedieron
hasta que llegó mi turno.
— Ajedrecista
—,
contesté
con firmeza, como si mi futuro estuviese
cincelado sobre un tablero de ajedrez. En ese instante de la tarde,
la luz del sol caía sobre mi pupitre, mientras miles de minúsculas
partículas de polvo de tiza flotaban a mi alrededor.
— Pero...¿estás
seguro? —,
me
dijo la maestra frunciendo el ceño con
un gesto cargado de extrañeza, aunque de inmediato comprendió que
no estaba
bromeando.
Yo no era uno de los alumnos más aplicados de la clase, pero todos
me creían inteligente, porque me gustaba el ajedrez y nadie podía
ganarme.
Varios
días después, en una mañana que estaba desayunando con mi padre,
tenía aún algo de sueño y una medialuna a medio masticar, cuando
de repente, me preguntó sonriendo y tratando de entusiasmarme.
— ¿Quieres
empezar en la escuela industrial? Sería bueno que fueras pensándolo.
— ¡Yo
no quiero ser técnico! —,
le respondí instantáneamente,
mientras observaba en su rostro que esa respuesta le producía una
gran decepción. En realidad, mi padre deseaba en el fondo de su alma
que yo sea técnico como él, y que me dedicara
a la industria de la construcción.
— Quiero
ser ajedrecista —,
le dije con convicción.
Ante
aquella contestación imprevista, parecía como que mi padre fuese
víctima de una suerte de confusión, mientras yo lo miraba
ensimismado. Aunque en aquel momento de mi vida lo sentía muy
próximo a mí y a mis sentimientos, nunca se había comportado así
ante mis ojos. Pero
rápidamente se repuso de la sorpresa,
—¿Se
puede saber por qué quieres dedicarte al ajedrez? —,
me preguntó.
— Porque
jugar al ajedrez es mi vocación, y por eso quiero estudiar para
llegar a ser maestro.
En
ese instante, en
mi infancia la
profesión de mi vida había tomado forma. Yo estaba feliz, porque
había comprendido que no sólo le había dado una firme respuesta a
mi padre, sino que además, me había formulado una promesa a mí
mismo para el futuro. Sin
embargo, ante
esa ferviente respuesta, mi padre no se dio por vencido.
— Esta
bien que te guste el ajedrez, pero paralelamente debes seguir
estudiando en alguna escuela secundaria para completar tus estudios.
Y
fue así, que después de pasado un tiempo, la realidad de aquellos
deseos fueron
tomando un camino distinto. Si bien el ajedrez constituyó una parte
muy grata e importante de mi vida, nunca me dediqué profesionalmente
a él. Al
graduarme en la escuela primaria, finalmente acepté la sugerencia de
mi padre y me
recibí de
maestro mayor de obras en la escuela secundaria, para luego seguir la
carrera universitaria y egresar como ingeniero. Y como tal,
desarrollé luego con mucho placer toda la actividad profesional de
mi vida.
Ahora,
después de tanto tiempo, ya jubilado y parado frente a la puerta de
mi casa, sigo mirando a esos chicos que están en
el parque jugando
al ajedrez. Y pienso si alguno de ellos tomará la decisión de
consagrar profesionalmente
el resto de su vida al ajedrez, como tan fervientemente lo deseaba yo
en aquella época lejana de mi
niñez.