El antiguo bar de mi barrio es uno de
los pocos que todavía resisten el inexorable embate del tiempo y del
progreso. Al atravesar sus puertas se emprende un viaje a un pasado
no muy lejano, que aunque definitivamente perdido en el tiempo, sigue
aún vivo en mi memoria .
El salón cargado de reminiscencias de
otra época brinda un ambiente acogedor. Las mesas, las sillas, el
mostrador y la máquina de café, son las mismas de antaño. Sin
embargo, pueden verse nuevas luminarias, un equipo de aire
acondicionado y la computadora, que evidencian algunos signos de
adelantos tecnológicos. De todas maneras, lo nuevo y lo viejo
conviven en paz, cumpliendo sus funciones y complementándose
mutuamente.
Recuerdo como si fuera hoy cuando en
mi juventud entré allí por primera vez acompañando a mi padrino,
que se reunía con un grupo de amigos todas las tardes para jugar
partidas de ajedrez ping-pong. Se llamaban así a las partidas
rápidas a cinco minutos por jugador, usando relojes de ajedrez
analógicos que contenían unas agujas que caían cuando se cumplía
el tiempo. Mi padrino era muy querido y ese afecto se extendió hacia
mi persona. Como yo era un apasionado por el ajedrez, me dejaron
prender al grupo de inmediato.
Como los ganadores siempre permanecían
en los tableros, y los perdedores iban rotando, cuando yo no jugaba,
miraba con ojos asombrados todo aquel espectáculo ajedrecístico. A
decir verdad, disfrutaba mucho de las discusiones y peleas por
algunas jugadas incorrectas o prohibidas, o si se había caído o no
la aguja del reloj, pero la sangre nunca llegaba al río. Al día
siguiente todos conversaban animadamente como si nada hubiese
sucedido.
Los amigos de mi padrino constituian
un grupo social de lo más heterogéneo, tanto en sus formas de ser,
como en sus simpatías por algún equipo de fútbol o partido
político. Parecía como que todos juntos conformaban un cuadro pintado
por la paleta de algún genio travieso. Pero con el correr del tiempo el
grupo se fue achicando. Mi padrino falleció y algunos de sus amigos
le siguieron más tarde. Yo me prometí que seguiría asistiendo y de
aquel célebre grupo, ahora solo quedamos unos pocos.
A veces, cuando llego temprano como
hoy, pido un café y espero en soledad a algún integrantes de
aquella cofradía que aún queda en pie. Y si eventuamente alguno hace su aparición, pedimos
rápidamente un juego y nos ponemos a pimponear con uno de
aquellos viejos relojes de ajedrez.