El
anciano llevaba varios meses concurriendo al comedor social de la
asociación comunitaria en la que yo trabajaba como asistente. Desde
el principio sospeché que necesitaba mucha más ayuda de la que
estaba dispuesto a admitir. Viajaba en una silla de ruedas que él
empujaba muy despacio.
Cuando
llegaba se sentaba en alguna mesa apartada y abría un pequeño juego
de ajedrez de cuero con piezas de plástico para encastrar , con
el que siempre se distraía analizando algunas jugadas, mientras
esperaba que le traigan la comida.
En
cuanto lo vi por primera vez, sentí hacia él una especie de vínculo
moral, como si en otra vida hubiera sido el abuelo que no conocí en
ésta vida y formara parte de una familia que nunca he tenido. Me
acerqué hasta él, me senté a su lado y rápidamente me gané su
confianza, mencionándole que me gustaba muchísimo jugar al
ajedrez.
Supe
después, en las largas charlas que mantuvimos, que en su juventud,
él había tenido una actividad profesional ajedrecística exitosa y
que había
sido maestro de ajedrez. Durante ese tiempo feliz de su vida estuvo
rodeado de triunfos y de aplausos, pero con la incapacidad que
inevitablemente se produjo con el correr de los años, tuvo que dejar
la actividad. Con sus ahorros abrió
una pequeño negocio
de antigüedades,
hasta que finalmente la
ruina no tardó en llamar a su puerta.
El
resto asemejaba su historia a las muchas que había conocido en los
meses que llevaba trabajando como asistente en ese comedor. Deudas,
una jubilación escasa y la vergüenza de quien de pronto
se ve envuelto en la pesadilla de una indigencia que nunca pensó que
formaría parte de su vida.
—¿Y
su pequeño
ajedrez
de cuero? —,
le pregunté cuando fui a llevarle la comida junto con un postre
postre especial por las fiestas de Navidad. El anciano levantó la
cabeza pesadamente, me miró y se encogió de hombros.
— Lo
he perdido —,
me
dijo mientras se agitaba en su silla. Me costaba creer que hubiera
sido así, pero cuando se calló estaba claro que sucedía algo en él
que yo no lograba descifrar. El viejo temblaba, como si cada uno de
sus músculos se afanara en buscar alguna palabra mientras me
observaba fijamente. Después de unos segundos, se dio por
vencido y desvió la mirada hacia la mesa.
— ¿Qué
es eso? —,
medijo extendiendo su dedo índice hacia el postre especial que le
había servido.
— ¿No
se acuerda?
Esta
noche es Nochebuena.
— ¡Y
mañana, Navidad! —,
me replicó de repente, comenzando a sonreír.
Allí caí en la
cuenta de que hasta ese instante nunca había visto la sonrisa pura
de un niño de ochenta años. Un momento mágico, que se esfumó tan
rápido como había brotado. El gesto del anciano se tornó de nuevo
temeroso y frágil, con la mirada concentrada en sus manos, como
buscando algo que le faltaba.
Aquel
día después
de terminar de servir el almuerzo, varios asistentes del centro
comunitario decidimos en forma voluntaria llevar la cena de Navidad a
algunas familias sin recursos. Entonces yo, que vivía
solo y que no tenía con quien pasarla, enseguida tuve claro que al anciano es a quien
dedicaría mi visita.
Salí
del comedor social cuando ya había comenzado a anochecer. La mayoría
de los negocios ya estaban cerrando y la gente se refugiaba en sus
hogares para preparar la cena de Nochebuena. Llevaba en una mano una
vianda con la comida y en la otra, la indicación para llegar a su
domicilio a varias cuadras de allí. Mientras transitaba por esas
calles desoladas y de veredas rotas, me preguntaba cómo se las
arreglaría aquel anciano con su silla de ruedas para llegar cada
mediodía al comedor social.
Al
caminar algunas cuadras divisé un pequeño negocio de antigüedades
y fue al asomarme a
la vidriera, cuando tuve la revelación del motivo de la tristeza
del anciano. Sobre un estante, estaba expuesto a la venta aquel
pequeño juego de ajedrez de cuero y entonces decidí entrar a comprarlo.
Cuando le manifesté al dueño mi deseo,
éste me dijo sonriente mientras lo iba a buscar en la vidriera, que
había tenido suerte, porque ya estaba por cerrar. Al traerme el
juego, aunque lo intenté, no puede lograr regatearle el precio. Me
dijo que lo había
adquirido a un valor mayor que el normal para hacerle un favor a un
anciano ajedrecista, que justamente había sido el anterior dueño de
ese negocio.
Mientras
me dirigía a la casa del anciano luego de comprar el juego de
ajedrez, no podía dejar de sonreír pensando en la sorpresa que le
daría, pero cuando llegué hasta su casa se me congeló la
expresión. El edificio en el que vivía estaba en un estado ruinoso
y amenazaba con venirse abajo en cualquier momento.
Cuando
abrió la puerta el anciano quedó completamente
sorprendido.
— ¿Qué
hace usted aquí? —,
me preguntó.
— ¿Es
qué pensaba que lo iba a dejar cenar solo en esta Nochebuena? —, le contesté con una sonrisa.
Había
llegado a temer que mi visita no le agradase, pero, muy por el
contrario, el anciano, asistido
por su bastón, me condujo lentamente al interior de la casa, en la
que predominada un intenso olor a humedad.
— Dígame,
¿no ha venido a verle ningún asistente social para ver como vive en
esta casa? —,
le
pregunté.
— No,
pero se preocupe por eso —
,
me dijo, mientras me hacía pasar a un pequeño salón. En la esquina
del cuarto, había una mesita de ajedrez con las piezas dispuestas
sobre ella y junto a un viejo televisor había colgadas
en la pared muchas fotografías que mostraban al anciano cuando era
joven, jugando numerosos torneos de ajedrez.
Entonces,
mientras extendía sobre la mesa la comida, no quise esperar más y
le dije.
— Tengo
un regalo para usted —,
e
inmediatamente saqué el paquete que tenía en el bolsillo de mi
saco.
— ¡Es
mi ajedrez de cuero que siempre usaba para hacer los análisis de las
partidas! —,
exclamó.
— No
entiendo, ¿qué significa esto?
— Ya
le dije, es
mi regalo de Navidad.
— No
sabe como lo quería, pero
yo a usted no le he comprado nada, me dijo compungido y al borde de
las lágrimas.
Me
conformo con que juguemos al ajedrez después de celebrar la
Nochebuena —,
le
dije sonriendo, señalándole el rincón donde estaba la mesita con
el juego.
Hasta
ese instante pensaba que era yo quien me había acercado hasta
aquella casa para alegrar a anciano, pero al final fue él quien me
alegró esa Nochebuena. Después de la medianoche nos quedamos
jugando hasta bien entrada la madrugada. Y mágicamente, durante unas horas, yo dejé de sentirme aquel ser solitario asistente del
comedor social, y él dejó de ser aquel anciano empobrecido que cada
mediodía acudía allí a comer.