Esa tarde un niño desconocido entró
en la sala de juego del club de ajedrez con gesto sonriente, observó
al grupo de ajedrecistas y se dirigió hacia una mesa rodeada de
aficionados que seguían
el desarrollo de una importante partida. Se paró frente al tablero,
observó la posición y al ver que el desenlace
era inminente, ante la sorpresa de todos, preguntó con
un gesto tímido e inocente si podía jugar con el ganador.
El ganador fue nada menos que el campeón del club quien aceptó gentilmente el reto con una sonrisa piadosa. Entonces el niño desafiante se sentó en el tablero conduciendo las piezas negras. Cuando comenzó la partida el silencio era profundo, porque todos estaban expectantes por lo que habría de ocurrir.
Al promediar la partida el campeón comenzó a transpirar dado que el caballo negro se había situado en una casilla estratégica. Los presentes no podían creer lo que pasaba y empezaron a contemplar con respeto al chico desafiante en ese silencio profundo.
Hasta que el campeón sintió que sus piezas blancas estaban acorraladas, porque las jugadas del chico eran como la de un verdugo. Su acometida avanzaba, inexorable y sus piezas lo iban cercando en un círculo fatal. El suspenso era total, nadie se movía y los ojos de los presentes estaban clavados sobre el tablero o sobre la figura del extraño niño desafiante.
Hasta que sucedió lo inevitable. El campeón inclinó su rey extendiendo la mano al desafiante. Poco a poco y mientras el hielo se deshacía, uno de los espectadores de la partida atinó a preguntarle al niño.
—¿Cómo te llamas?
— Bobby... Bobby Fisher —, le respondió el chico.
Cuando Bobby se puso de pie, comenzaron los aplausos y el perdedor se acercó al héroe de esa tarde y felicitándolo, le dijo que si seguía en esa senda seguramente tendría un futuro de éxitos en su vida ajedrecística.
El ganador fue nada menos que el campeón del club quien aceptó gentilmente el reto con una sonrisa piadosa. Entonces el niño desafiante se sentó en el tablero conduciendo las piezas negras. Cuando comenzó la partida el silencio era profundo, porque todos estaban expectantes por lo que habría de ocurrir.
Al promediar la partida el campeón comenzó a transpirar dado que el caballo negro se había situado en una casilla estratégica. Los presentes no podían creer lo que pasaba y empezaron a contemplar con respeto al chico desafiante en ese silencio profundo.
Hasta que el campeón sintió que sus piezas blancas estaban acorraladas, porque las jugadas del chico eran como la de un verdugo. Su acometida avanzaba, inexorable y sus piezas lo iban cercando en un círculo fatal. El suspenso era total, nadie se movía y los ojos de los presentes estaban clavados sobre el tablero o sobre la figura del extraño niño desafiante.
Hasta que sucedió lo inevitable. El campeón inclinó su rey extendiendo la mano al desafiante. Poco a poco y mientras el hielo se deshacía, uno de los espectadores de la partida atinó a preguntarle al niño.
—¿Cómo te llamas?
— Bobby... Bobby Fisher —, le respondió el chico.
Cuando Bobby se puso de pie, comenzaron los aplausos y el perdedor se acercó al héroe de esa tarde y felicitándolo, le dijo que si seguía en esa senda seguramente tendría un futuro de éxitos en su vida ajedrecística.
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