Recuerdo que durante un buen tiempo de mi niñez, el ajedrez era el único pensamiento que llenaba mi mente por completo. Mis pulmones respiraban ajedrez y la verdadera expresión de mi ser se manifestaba cuando mis manos entraban en contacto con las piezas. En ese tiempo pensaba que estaba naturalmente dotado para el ajedrez y que había nacido para triunfar en los trebejos.
Un día que se había organizado una práctica amistosa de ajedrez infantil en las vacaciones de la escuela, estuve durante toda la tarde jugando entusiasmado. Tenía tal grado de concentración, que el resto del mundo había dejado de existir para mí, hasta que apareció de pronto mi madre llamándome imperativamente. Allí comprendí que la tarde había avanzado y hacía rato que debía haber regresado a mi casa como habíamos convenido.
Como me dio mucha rabia tener que abandonar en la mejor parte la partida que estaba jugando, hice como que no la había visto, y me mantuve sentado en la silla. Entonces, mi madre comenzó a caminar dirigiéndose hasta donde yo estaba jugando y pensé que seguramente me reprendería ante todos mis amigos.
— ¿No me viste ? Hace un rato largo que te estoy llamando —, me dijo con un son de reproche cuando llegó, pero ante mi sorpresa, noté que su rostro no mostraba signos de enojo.
— No mamá , estaba muy concentrado en la partida—, le mentí.
— Bueno, nada. Estaba muy preocupada porque no volviste a casa y te vine a buscar. Te quería avisar que me quedo un rato más charlando con una amiga de la escuela. ¿Entendiste?
— Sí, está bien mamá, ¿entonces puedo terminar de jugar la partida? — le pregunté, palpitando de antemano la respuesta.
— Sí, cuando termines nos vamos —, me dijo, mientras con su mano corría un mechón de pelo que colgaba sobre mi frente y me sonreía con cariño.
Cuando se dio vuelta volviendo sobre sus pasos, yo estaba tan feliz, que mi adversario me miró y me guiñó un ojo con franca complicidad, contento al ver que me quedaba a terminar el juego.
Para ser honesto, no recuerdo cuál fue el resultado final de esa partida, pero seguramente en esos días de mi niñez, mis pensamientos me estarían llevando hacia un mundo poblado con ansias de triunfos. Un mundo donde podía ser yo mismo, donde la verdadera expresión de mi ser se derramaba sobre un tablero de ajedrez. Un hermoso mundo infantil de un tiempo muy feliz, que junto a mi madre, ya hace rato se ha ido de mi vida, como se van las noches con sus sueños.