El contacto
sutil con las piezas
de
ajedrez le
aplacaron
los nervios iniciales y
ya en la apertura dominó el centro del tablero. Entretejiendo
delicadas maniobras para
neutralizar las
amenazas, y con su corazón palpitando de ansiedad, comenzó
a gozar del
placer estético de
la creación
de armoniosas
combinaciones. De esa manera, al
igual
que la literatura o la música, en una agradable vivencia artística,
el
jugador trató
de desplegar con sus piezas todo ese fuego que tenía en el alma.
Hasta que finalmente llegó el tiempo del hermoso desenlace que planificaba su mente. Y entonces, el sacrificio de dama y torres lo condujo al remate de la partida, con un jaque mate mortal en una esquina del tablero, con su valeroso caballo y espigado alfil.
Hasta que finalmente llegó el tiempo del hermoso desenlace que planificaba su mente. Y entonces, el sacrificio de dama y torres lo condujo al remate de la partida, con un jaque mate mortal en una esquina del tablero, con su valeroso caballo y espigado alfil.
Sin
duda, esa
partida fue
una
obra de
arte.
Después de ese
inmenso despliegue
de fuegos artificiales,
ahí estaba perenne y definitiva, la belleza desplegada
sobre
el tablero,
que
solo aquel que ama el ajedrez con pasión, puede llegar a comprender
en
todo su esplendor.
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