Después
de haber vencido al maestro de ajedrez en una partida de ajedrez que jugamos cuando lo encontré en
el parque de la ciudad
y demostrarle luego sobre el monitor de su notebook como le podía
ganar al mejor programa que el hombre había inventado, éste todavía no estaba convencido y se mostraba
incrédulo.
– Todo
ha sido una cuestión de suerte,
producto del azaroso destino
– , me dijo el maestro con un gesto despectivo, mientras cerraba la notebook.
Entonces,
cuando le mostré la escafandra y algunas fotos del vehículo
espacial en el que había llegado, el maestro comenzó a
reírse
a
carcajadas y buscó con la vista alguna cámara oculta mediática,
diciendo que todo aquello era una graciosa puesta en escena.
Por
tal motivo, no tuve más remedio que quitarme la ropa, deslizar
suavemente la delgada capa plástica que envolvía mi cuerpo y cuando
ya desprovisto de toda semejanza humana logré convencerlo, le sonreí
con mis blancos dientes de porcelana.
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