Soy un ingeniero que desde muy chico comencé a
practicar el juego de ajedrez. Si bien me apasionaba sobremanera, ya en mi juventud tuve que decidir entre seguir jugando o continuar con mis estudios universitarios. Luego de optar por esto último, al recibirme, tampoco pude dedicarme de lleno a la práctica profesional
de ese juego por mis actividades laborales.
Sin embargo, nunca me quejé de tomar esa decisión, porque lo compensé jugando muchos torneos por correspondencia y allí pude profundizar los conceptos básicos de aperturas, medio juego y finales, convirtiéndome en un jugador autodidacta que dejé a mi propio criterio e inspiración la concepción del juego. Pero ahora, jubilado y ya con mis cabellos canos, al tener mayor tiempo disponible, suelo disfrutar jugando en vivo en algunos de los torneos internos que se organizan asiduamente en un club de ajedrez de mi barrio.
Justamente en las primeras rondas de uno de esos torneos estaba disputando una partida con un chico de dieciocho años, que me habían dicho que jugaba muy bien y era una de las revelaciones del momento. El muchacho jugó magníficamente la apertura y había quedado mejor en el medio juego, por lo que intenté simplificar al máximo la partida, como forma de tratar de aprovechar mi experiencia en los finales. Sin embargo, no pude lograr mi objetivo, y la partida se hizo realmente muy complicada, con numerosas variantes.
Cuando en un momento determinado le tocaba mover a mi joven contrincante, se quedó pensando mucho tiempo su jugada, mientras yo veía como avanzaba su reloj sin prisa y sin pausa. Parecía como que estaba sumergido en otro mundo, hasta que repentinamente y como un autómata, hizo una jugada insólita que me dejó pasmado. Evidentemente era un error absurdo e inaudito, que me dejaba la posibilidad de ganar directamente con mate en uno, realizando un jaque al rey con mi caballo.
Mientras mi joven contendiente seguía mirando el tablero como si realmente no estuviese allí, yo cerré los ojos para ganar tiempo y preparar mi espíritu a una nueva contemplación más fría y serena. Quería asegurarme que mi vista realmente no me había engañado. Y al abrir otra vez los ojos, se incrementó todavía más la excitación en que se hallaban poseídos mis sentidos, porque ya no era posible dudar, aún cuando lo hubiese querido. De modo que alcé el caballo prestamente con mi mano y al apoyarlo en el tablero le canté directamente a mi rival: “¡Jaque mate!”
El muchacho se sobresaltó como si volviera repentinamente a la realidad. Miró incrédulo mi mano apoyando el caballo y las piezas en el tablero, sin poder comprender lo que había pasado. Luego de unos instantes inclinó su rey, me extendió su mano y me dijo que se había distraído en la partida, inmerso por completo en sus pensamientos. Me comentó que tenía que decidir si en las noches seguía dedicándose a jugar al ajedrez o comenzaba a cursar las materias de ingeniería en la facultad.
Entonces, con mi euforia apaciguada por haber ganado la partida de forma tan inusual, le dije con una sonrisa, que tal vez el destino haya elegido precisamente la mano de un ingeniero, para despertarlo con ese jaque mate y así ayudarlo a tomar esa trascendental decisión de su vida.
Sin embargo, nunca me quejé de tomar esa decisión, porque lo compensé jugando muchos torneos por correspondencia y allí pude profundizar los conceptos básicos de aperturas, medio juego y finales, convirtiéndome en un jugador autodidacta que dejé a mi propio criterio e inspiración la concepción del juego. Pero ahora, jubilado y ya con mis cabellos canos, al tener mayor tiempo disponible, suelo disfrutar jugando en vivo en algunos de los torneos internos que se organizan asiduamente en un club de ajedrez de mi barrio.
Justamente en las primeras rondas de uno de esos torneos estaba disputando una partida con un chico de dieciocho años, que me habían dicho que jugaba muy bien y era una de las revelaciones del momento. El muchacho jugó magníficamente la apertura y había quedado mejor en el medio juego, por lo que intenté simplificar al máximo la partida, como forma de tratar de aprovechar mi experiencia en los finales. Sin embargo, no pude lograr mi objetivo, y la partida se hizo realmente muy complicada, con numerosas variantes.
Cuando en un momento determinado le tocaba mover a mi joven contrincante, se quedó pensando mucho tiempo su jugada, mientras yo veía como avanzaba su reloj sin prisa y sin pausa. Parecía como que estaba sumergido en otro mundo, hasta que repentinamente y como un autómata, hizo una jugada insólita que me dejó pasmado. Evidentemente era un error absurdo e inaudito, que me dejaba la posibilidad de ganar directamente con mate en uno, realizando un jaque al rey con mi caballo.
Mientras mi joven contendiente seguía mirando el tablero como si realmente no estuviese allí, yo cerré los ojos para ganar tiempo y preparar mi espíritu a una nueva contemplación más fría y serena. Quería asegurarme que mi vista realmente no me había engañado. Y al abrir otra vez los ojos, se incrementó todavía más la excitación en que se hallaban poseídos mis sentidos, porque ya no era posible dudar, aún cuando lo hubiese querido. De modo que alcé el caballo prestamente con mi mano y al apoyarlo en el tablero le canté directamente a mi rival: “¡Jaque mate!”
El muchacho se sobresaltó como si volviera repentinamente a la realidad. Miró incrédulo mi mano apoyando el caballo y las piezas en el tablero, sin poder comprender lo que había pasado. Luego de unos instantes inclinó su rey, me extendió su mano y me dijo que se había distraído en la partida, inmerso por completo en sus pensamientos. Me comentó que tenía que decidir si en las noches seguía dedicándose a jugar al ajedrez o comenzaba a cursar las materias de ingeniería en la facultad.
Entonces, con mi euforia apaciguada por haber ganado la partida de forma tan inusual, le dije con una sonrisa, que tal vez el destino haya elegido precisamente la mano de un ingeniero, para despertarlo con ese jaque mate y así ayudarlo a tomar esa trascendental decisión de su vida.