15/8/14

El retador

La inexplicable renuncia incondicional al Torneo de Candidatos que se celebraba para determinar el retador al campeón del mundo de ajedrez por parte de uno de los jugadores favoritos, constituyó durante un tiempo uno de los casos que asombró a la comunidad deportiva ajedrecística y a la opinión pública mundial. Hubo muchas especulaciones cuando argumentó una indisposición pasajera. En realidad, y a pesar del inmenso acoso periodístico que sufrió, nunca dio una respuesta precisa a nadie sobre cual había sido el motivo que había originado la decisión de aquella renuncia. 
Había concurrido con muchas esperanzas a la sede del país donde se jugaba el evento en la que participarían los ocho finalistas de diversos países del mundo. Con sus veinticinco años, pensaba que si ganaba este torneo, acariciaría todo lo que se propuso desde su adolescencia. Llegó al edificio del centro de convenciones donde se celebraba el evento con cierta anticipación como lo hacía siempre, dispuesto a aclimatarse al ambiente de la sala donde se efectuaría la rueda inicial.
Él sabía muy bien que la diferencia entre un gran maestro internacional de ajedrez y un campeón mundial, es que debía conseguir ese logro a la hora de la verdad, cuando el título estaba en juego. Tenía que vencer en ese certamen para poder disputar el mach por el campeonato del mundo. Esa era su oportunidad y reiteradamente esas palabras le martilleaban en la cabeza.
Recordaba las consignas de su asistente ajedrecístico en la soledad de los entrenamientos y la utilización de los programas de ajedrez de su computadora, para decidir la línea a seguir en el torneo analizando a los distintos rivales. Estaba frente a la oportunidad de su vida, que lo consagraría como el desafiante al campeón mundial, y en caso de vencerlo, se le abrirían las puertas a la gloria ajedrecística  y al reconocimiento histórico mundial.
Todo comenzó cuando tenía catorce años y en una competición escolar en la que participaba, se acercó un jugador experimentado y comenzó a observar una partida de ajedrez que estaba jugando. Cuando ganó con un sacrificio de dama espectacular, le dijo:
—  ¡Muchacho, tú tienes un futuro en esto! —, y esa frase le cambió la vida.
— ¿Quién te ha enseñado a jugar así? —, le preguntó el jugador.
— Nadie—, fue su respuesta.
Así fue, que con el consentimiento de sus padres, comenzó a tomar clases con un profesor de ajedrez. Era tal la naturalidad que mostraba en las jugadas, que al profesor le llamó sumamente la atención el método y estilo propio que empleaba. Todas las clases terminaban con una jugada magistral propuesta por el niño prodigio.
Tanta pasión e intuición natural por el ajedrez le marcaron la vida, pero eso no alcanzaba, porque debía complementarla con una preparación teórica profunda. Finalmente, decidió estudiar metódicamente las distintas variantes de aperturas, medio juego y finales, con intensidad y dedicación. Fueron horas y horas de esfuerzo y de estudio, que asumió con mucha perseverancia.
Observaba y disfrutaba de su progreso, lenta y paulatinamente, suficiente como para reforzar su ambición y capacidad de juego. Fue así que ganó en casi todos los torneos que participó. Primero los del club de su barrio, después los de la ciudad en que vivía y finalmente consiguió el campeonato de su país. Luego incursionó en el ámbito mundial, otorgándosele por su trayectoria, el título de gran maestro internacional de ajedrez.
Por último, logró alcanzar la clasificación para ese Torneo de Candidatos que seleccionaría al retador del título y ello lo sumió en la felicidad. Sus rivales no sólo le expresaron su felicitación, sino que le manifestaron su admiración por su juego, realizado con belleza artística y precisión científica. Estaban casi seguros que ganaría el torneo y sería el próximo retador del campeón mundial.
El sabía que la obtención del título no era cuestión de sus cualidades innatas, ni mucho menos. Se trataba del resultado logrado en base a una labor de empeño, de obsesión por ser el mejor y de muchas horas de trabajo y análisis. Cuando hizo su temprana aparición en el recinto acondicionado de la sala  donde se celebrarían las partidas de ese torneo mundial, el silencio fue roto por el murmullo de los espectadores al ver entrar al favorito.
Saludó a la gente y se sentó en el lugar asignado con las piezas negras, en uno de los cuatro tableros que había en el escenario, esperando de esa manera relajar completamente su mente antes que concurriera su rival. Era la hora de la verdad y debía estar sereno, porque había mucho en juego.
Sin embargo, mientras esperaba a su contrincante, comenzó a pensar insistentemente en su país, en su ciudad natal, en sus padres, en sus hermanos y en su familia, que estarían pendientes de él. Por su mente comenzó a circular como un carrusel los nombres de, Capablanca, Alekhine, Botvinnik, Tal, Petrosian, Fischer, Spasski, Karpov, Kasparov…y poco a poco, le fue apareciendo una extraña ansiedad que lo fue poniendo sumamente nervioso.
Apenas quedaban unos segundos para el tiempo fijado de inicio y ya había comenzado a sentir como una especie de embotamiento en su cerebro. De pronto hizo su aparición su rival, quien lo saludó amablemente y se sentó, y luego con blancas hizo su primer movimiento accionado el reloj, para comenzar la primera partida del certamen clasificatorio.
El ya iba a contestar cuando de pronto, notó con desesperación que la confianza en si mismo que siempre había tenido, se le había desvaneciendo como por un encanto. Repentinamente, una sensación de temor invadió a su mente, mientras veía con impotencia como avanzaba su reloj. Sentía claramente que ahora no era el mismo, que necesitaba imperiosamente esa ayuda.
En los últimos meses de entrenamiento, había sentido un decaimiento en su voluntad y para mejorar su rendimiento tomó la decisión de aprender yoga, con lo que aumentó de forma considerable su capacidad de concentración. Pero realmente el hecho que lo convulsionó, fue cuando apareció aquella persona que se había contactado con él, recomendado por su asistente. Le había explicado que la verdadera solución a su decaimiento, era la ingestión de unas pastillas con unas drogas estimulantes revolucionarias, que había preparado experimentalmente y que aún no eran conocidas en el mundo.
Él no le había dado mucha importancia, pero evidentemente las razones de su progreso en dos últimos meses, fueron por tomar periódicamente aquellas pastillas amarillas insípidas. Ese estímulo durante aquellos últimos meses de entrenamiento, había logrado aumentar su concentración y disminuir su fatiga mental en forma considerable.
En ese momento, desesperado frente al tablero en medio de ese repentino estupor mental que lo carcomía, comprendió que necesitaba urgentemente esa pastilla y buscó desesperadamente con sus manos hasta alcanzar esa caja que tenía en el bolsillo de su saco. Luego se paró y ante la incredulidad de su rival que esperaba su inmediata respuesta, se dirigió rápidamente hacia el baño, mientras sobre la mesa de juego su reloj seguía avanzando.
Cuando entró, echó un vistazo a la imagen que se reflejaba en el espejo, de un hombre joven, de cabello negro revuelto, con un rostro desencajado y mirada ansiosa. Fue allí, que repentinamente comprendió cual era su triste y verdadera realidad.  Lamentablemente se había constituido en un ser dependiente de esa droga y en esos momentos tenía que tomar sí o sí esas partillas para poder jugar.
Permaneció inmóvil  observando su figura, tratando de postergar la ingesta de la pastilla que ya tenía en su mano. Sabía que en ese torneo no habría control de doping y no pasaría nada si la tomaba. Sin embargo, en su conciencia había remordimiento y danzaban las preguntas:
— ¿Llegaría a estar satisfecho consigo mismo si ganaba y valoraría el triunfo como si fuera producto de su propio esfuerzo?
Allí fue, cuando sus ansias de gloria fueron desapareciendo y tomaron un sabor amargo, que sólo él apreciaba. Un largo suspiro puso fin a sus cavilaciones. En esa noche algo se había quebrado en su interior. Se le había apagado el fuego sagrado, la llama votiva. El motor que lo movilizaba había dejado de funcionar. Ya no era más que una cáscara, una fachada que escondía toda la angustia que había dentro de él.
Sus ojos vagaron con desesperación por última vez al espejo y entonces decidió lo que debía hacer ante esa categórica verdad. Arrojó la caja con las pastillas con todas sus fuerzas en el inodoro y apretó el botón para no ver esa droga nunca más. Luego, algo más calmado, salió del baño resuelto, detuvo su reloj y le dio la mano a su contrincante abandonando la partida, argumentando una indisposición, ante la incertidumbre general de todos los presentes.
Aprovechando la sorpresa y el  revuelo que había provocado, logró escabullirse rápidamente de la sala de convenciones y salió precipitadamente a la calle. Y  desde aquel momento, a pesar del sopor en que se encontraba, sintió su conciencia tranquila. Acababa de adoptar con valentía una de las actitudes más bellas que ennoblecen al ser humano, que es la honestidad.
Varias personas circulaban indiferentes y no podía dejar de pensar, mientras se dirigía caminando algo mareado a su hotel, que posiblemente detrás de cada uno de ellos también se escondería alguna historia, o alguna quimera irrealizable.
— Después de todo todavía soy joven, tengo la vida por delante —, se dijo, aferrándose a una frase que comenzaba a repicar en sus oídos. Era cierto que le quedaban muchos años por vivir, pero no atinaba a establecer si eso era bueno o malo, porque debería luchar denodadamente para vencer a ese sopor que ahora lo  rodeaba, ansiando tomar nuevamente aquellas pastillas. A fin de cuentas, la vida por delante podía ser un largo tormento después de ver sus ilusiones hechas añicos, esparcidas sobre las piezas de aquel tablero, en aquella aciaga noche de la primera partida del certamen.
Anhelaba no vivir preguntándose cada tanto hasta donde hubiera llegado, si las cosas hubieran sido de otra manera. Tal vez en el futuro la herida de su alma por la pérdida de esa partida terminaría por sanar. Deseaba ser capaz de volver a pisar un salón de ajedrez con la frente alta  y jugar una nueva partida sin ningún remordimiento espurio que se le anudara en la garganta, sin que las imágenes de aquella noche acudieran otra vez a su memoria.
Sabía que debería enfrentar esa nueva lucha cargando una pesada mochila sobre sus espaldas, pero tenía la firme determinación de seguir adelante, con el propósito de reencontrar sus ganas de jugar en algún paraje solitario del camino. Luego, al otro día, les comunicó a los organizadores que se retiraba del torneo, ante el estupor general de los aficionados al ajedrez de todo el mundo, de su familia y de su país en particular.
Pero por suerte esos sueños que se apagaron en esa noche, esperaban por un nuevo día. Esperaban por un mañana. Y en esa trama de lucha y tiempo, renació nuevamente en él su capacidad de lucha y resurgió de las sombras, por su propia iniciativa.
Para ello, logró por sí mismo eliminar con mucha fuerza de voluntad y perseverancia esos incentivos extraños, para continuar con la actividad. Poco a poco, fue volviendo del profundo letargo en que se encontraba sumergido y volvió a recuperar la confianza en si mismo que había perdido y otra vez volvió a ingresar en el mundo de la realidad. Finalmente, pudo clasificarse nuevamente al siguiente Torneo de Candidatos para determinar el retador al título. El destino le había concedido una segunda oportunidad y con el espíritu recuperado y la inmensa fortaleza de su voluntad, esta vez no la desaprovecharía.
 

3/7/14

Mate en uno

Soy un ingeniero que desde muy chico comencé a practicar el juego de ajedrez. Si bien me apasionaba sobremanera, ya en mi juventud tuve que decidir entre seguir jugando o continuar con mis estudios universitarios. Luego de optar por esto último, al recibirme, tampoco pude dedicarme de lleno a la práctica profesional de ese juego por mis actividades laborales. 
Sin embargo, nunca me quejé de tomar esa decisión, porque lo compensé jugando muchos torneos por correspondencia y allí pude profundizar los conceptos básicos de aperturas, medio juego y finales, convirtiéndome en un jugador autodidacta que dejé a mi propio criterio e inspiración la concepción del juego. Pero ahora, jubilado y ya con mis cabellos canos, al tener mayor tiempo disponible, suelo disfrutar jugando en vivo en algunos de los torneos internos que se organizan asiduamente en un club de ajedrez de mi barrio.
Justamente en las primeras rondas de uno de esos torneos estaba disputando una partida con un chico de dieciocho años, que me habían dicho que jugaba muy bien y era una de las revelaciones del momento. El muchacho jugó magníficamente la apertura y había quedado mejor en el medio juego, por lo que intenté simplificar al máximo la partida, como forma de tratar de aprovechar mi experiencia en los finales. Sin embargo, no pude lograr mi objetivo, y la partida se hizo realmente muy complicada, con numerosas variantes.
Cuando en un momento determinado le tocaba mover a mi joven contrincante, se quedó pensando mucho tiempo su jugada, mientras yo veía como avanzaba su reloj sin prisa y sin pausa. Parecía como que estaba sumergido en otro mundo, hasta que repentinamente y como un autómata, hizo una jugada insólita que me dejó pasmado. Evidentemente era un error absurdo e inaudito, que me dejaba la posibilidad de ganar directamente con mate en uno, realizando un jaque al rey con mi caballo.
Mientras mi joven contendiente seguía mirando el tablero como si realmente no estuviese allí, yo cerré los ojos para ganar tiempo y preparar mi espíritu a una nueva contemplación más fría y serena. Quería asegurarme que mi vista realmente no me había engañado. Y al abrir otra vez los ojos, se incrementó todavía más la excitación en que se hallaban poseídos mis sentidos, porque ya no era posible dudar, aún cuando lo hubiese querido. De modo que alcé el caballo prestamente con mi mano y al apoyarlo en el tablero le canté directamente a mi rival: “¡Jaque mate!”
El muchacho se sobresaltó como si volviera repentinamente a la realidad. Miró incrédulo mi mano apoyando el caballo y las piezas en el tablero, sin poder comprender lo que había pasado. Luego de unos instantes inclinó su rey, me extendió su mano y me dijo que se había distraído en la partida, inmerso por completo en sus pensamientos. Me comentó que tenía que decidir si en las noches seguía dedicándose a jugar al ajedrez o comenzaba a cursar las materias de ingeniería en la facultad.
Entonces, con mi euforia apaciguada por haber ganado la partida de forma tan inusual, le dije con una sonrisa, que tal vez el destino haya elegido precisamente la mano de un ingeniero, para despertarlo con ese jaque mate y así ayudarlo a tomar esa trascendental decisión de su vida.



2/6/14

La mano de Dios

Era el maestro de la escuela de un pequeño pueblo rural, colindante con un hermoso valle situado entre las colinas, que vivía allí con su familia y desde muy chico comenzó a practicar el juego de ajedrez. Sin embargo, si bien lo había apasionado y lo disfrutaba con mucho entusiasmo, nunca se le dio por estudiar su teoría y adentrarse profundamente en la infinidad de sus variantes tácticas o estratégicas.
Ya desde muy joven comenzó a trabajar como maestro, dedicándose a instruir a los niños de la zona en una pequeña escuela rural. En ese entonces, luego de dictar las clases a los chicos, se entretenía realizando partidas amistosas de ajedrez en el único bar que había en el pueblo con los habituales parroquianos que allí concurrían. Pero después de bastante tiempo de jugar, la competencia entre los amigos se fue haciendo monótona, porque cada uno conocía las mañas del otro.
Un día, cuando el maestro estaba jugando en el bar, se hizo presente el granjero más rico del pueblo. Ya al verlo de reojo, le causó cierta impresión porque le parecía que su imagen la había visto en alguna otra parte, pero por más que lo intentó no podía recordar de donde. Era un hombre pelirrojo, alto y fornido que lucía costosas botas, sus brazos eran musculosos y tenía grandes manos. Sus ojos grises parecían siempre estar alertas y por momentos brillaban de malignidad.
Cuando el granjero vio que el maestro terminó la partida, se presentó estrechando tan fuerte su mano con la suya, que lo hizo estremecer de dolor. Le dijo que se había enterado por el barman que él jugaba mucho al ajedrez y que era uno de los mejores jugadores del pueblo y le propuso disputar unas partidas porque le apasionaba el juego de ajedrez y no tenía muchas oportunidades para hacerlo. De modo que sorprendido por la novedad aceptó contento la invitación para salir de la rutina diaria, aunque el hombre no le resultaba para nada agradable. Luego que el mozo trajo el tablero y las piezas, el maestro de la escuela del pueblo se concentró en la partida.
Allí constató que el granjero jugaba realmente muy bien y la partida le fue resultando favorable hasta que llegó a una posición ganadora. Finalmente el maestro inclinó su rey y le tendió la mano al granjero, mientras éste celebraba su victoria con una sonrisa sobradora. Le dijo que él había pensado en un momento de la partida que estaba perdido, pero luego ayudado por la mano de Dios se percató de la brillante combinación con que lo había destrozado. Su voz de barítono resonaba en el recinto del bar con el brío de un cantor de ópera, mientras le mostraba su enorme mano.
- Le doy la revancha con otra partida a ver si tiene más suerte-, le dijo luego. El maestro pensó en negarse, porque la perspectiva de otra partida de ajedrez con ese hombre soberbio le resultaba intimidante. Pero consideró que sería una cobardía y aceptó la propuesta a regañadientes. Decidió que en esa nueva partida se concentraría mucho más, para ver si de alguna manera podía derrotarlo y destrozar esa aureola de vanidad que lo envolvía.
Era evidente que el granjero era un jugador con bastante buena técnica y que se le haría cuesta arriba llegar a ganarle. Sin embargo, en la nueva partida, con habilidad, el maestro se las había ingeniado para poner al rey del granjero en una posición peligrosa y encima le había comido un peón. Se sentía  muy contento, porque si seguía jugando sin cometer errores, podría ganarle por alguna combinación táctica o eventualmente pasar a un final ganador con el peón de más.
En un momento dado, el maestro observó que el granjero se rascó la barbilla con su inmensa mano, dedicando sus ojos grises a la peligrosa tarea de contrarrestar el ataque a su rey.
- La mano de Dios me ayudará a encontrar la salida de este atolladero-, le dijo moviendo la enorme mano sobre el tablero, mientras pensaba la jugada. Al escuchar esas palabras, al maestro se le hizo la luz en su mente al recordar de donde conocía la imagen del granjero. Su figura había quedado atrapada en el subconsciente entre los recuerdos entumecidos de su niñez.
Fue en un verano, cuando el maestro tenía sólo cinco años de edad y vivía con su familia en ese mismo pueblo. Una tía residía en ese entonces en la casa con ellos. Era una mujer muy seria y reservada, bastante regordeta y fanática por las creencias milagrosas. Sólo los domingos, ella compartía algo de alegría con la familia, cuando se preparaba para ir a cantar en el coro de la Iglesia del pueblo.
Pero un día, ella cambió notablemente. Estaban solos en la cocina, y le empezó a hablar de un famoso predicador que vendría a visitar al pueblo. Lo describía con un entusiasmo tal, que encendió su imaginación infantil. Le dijo que ese hombre hacía milagros y vendría al pueblo la próxima semana a bendecir y a salvar a las almas pecadoras. Entonces, él le suplicó a su tía que lo llevara a verlo, y ella sonriendo, le dijo que no sólo lo llevaría, sino que además aprovecharía su visita para que le brindara la bendición.
A la semana siguiente, cuando partieron caminando para asistir a la reunión del predicador, él estaba entusiasmado imaginando el suceso conmovedor de ver a un santo del cielo. Pero todo empezó a intranquilizarlo cuando se dio cuenta que se dirigían a una laguna cercana que el conocía muy bien y le desagradaba sobremanera. Un día, mientras se bañaba allí con unos chicos amigos, al divisar en su lecho barroso numerosas culebras, habían escapado muy asustados.
Cuando llegaron, había cientos de personas reunidas en la orilla. La mayoría de ellos eran trabajadores de las granjas de la zona que bailaban y gritaban. Entre esos cuerpos sudorosos haciendo cabriolas que le tapaban la vista, podía oír una voz potente de barítono que entonaba salmos y que provenía de la laguna. Su tía inmediatamente se unió a los cantos, mientras gemía y graciosamente sacudía su obeso cuerpo.
Gritando con todas sus fuerzas le hizo saber que quería ver al predicador y entonces, un hombre robusto se le acercó, y a instancias de su tía, lo subió a su hombro. De esa manera, logró ver al predicador que vestido con una túnica blanca embarrada, entonaba un salmo metido en la laguna con el agua hasta la cintura. Su pelo rojo era una masa enmarañada y empapada y con sus grandes manos, extendidas hacia el cielo, imploraba al sol del mediodía.
Trató de ver su cara, pero antes de lograrlo, el hombre que lo había alzado lo volvió a depositar en medio de los numerosos pies en movimiento y los ondulantes brazos de los fieles que bailaban frenéticamente. Inmerso en ese revuelo, trató de decirle a su tía que quería volver a casa, pero ella estaba tan enfervorizada que no lo escuchaba. El sol quemaba y trató de gritarle, cuando de pronto ella lo tomó firmemente de la mano y comenzó a arrastrarlo hacia la laguna para la ceremonia de la bendición, mientras la multitud se hacía a un lado y les abrían el paso.
Cuando llegaron a la orilla, su tía se detuvo, y él quedó impactado por la escena. El hombre de la túnica blanca, parado en el río, sostenía con sus grandes manos a una niña. Recitó unas palabras extrañas antes de sumergirla rápidamente en el agua, la mantuvo allí durante bastante tiempo y luego la sacó con la cara casi morada, ya a punto de ahogarse.
Después los grandes brazos del predicador se extendieron hacia él y quiso escapar, pero ya no había tiempo para nada. Podía oler su pelo rojo mojado, mientras sentía que las enormes manos del predicador lo impulsaban hacia abajo, sumergiéndome en el agua lodosa de esa laguna llena de culebras. Cerró los ojos y los labios para no tomar esa agua y luego de un tiempo sin respirar que le pareció un siglo, esas grandes manos lo alzaron nuevamente hacia la luz solar.
Estaba completamente sofocado y trató de respirar con la boca abierta, luchando para llenar sus pulmones de oxígeno. Respiraba agitadamente y el corazón le saltaba en el pecho. Cuando abrió los ojos, se encontró con la cara del predicador y sus ojos grises, emitiendo un fulgor maníaco. Entonces le cubrió toda su pequeña cara con su mano y le dijo que había recibido en su alma la bendición de la mano de Dios.
De pronto, escuchó una risa fuerte y la voz potente del granjero que le decía alzando el caballo con su gran mano: "¡Jaque mate!". Entonces, en su mente el rostro del predicador que estaba retirando su mano de su cara, fue reemplazado por un rostro virtualmente idéntico del granjero.
De modo que había sido muchos años atrás, donde había visto por primera vez al granjero o por lo menos a su contraparte, el predicador. Ambos hombres eran pelirrojos y con sus grandes manos, su voz potente, y sus ojos grises enfervorizados, creían que el destino estaba signado por la mano de Dios, que  no era otra que sus propias manos. Entonces, el maestro estrechó esa enorme mano y le dijo que se había distraído inmerso en sus pensamientos, mientras su ritmo cardíaco empezaba lentamente a normalizarse y la conciencia de la realidad, lo iba devolviendo nuevamente a ese tiempo presente.
Durante algunos meses el maestro de la escuela estuvo muy depresivo, dejó de jugar al ajedrez y no volvió al bar. En ese tiempo mientras dormía siempre le surgía la mano de Dios. A veces el granjero entraba a sus sueños, con sus ojos grises, gritándome con su gran mano extendida “¡Jaque mate!”. Pero de vez en cuando le aparecía el predicador, ataviado con su túnica blanca embarrada, que con sus grandes manos lo sumergía en el agua, asfixiándolo en aquella laguna lodosa llena de culebras.

 


17/4/14

La partida final

El ganador
Las reflexiones del abuelo tras sus gruesos anteojos fueron bruscamente interrumpidas por su nieto de catorce años, quien lo observaba con su mirada expectante.  La partida de ajedrez era el clásico del domingo para el chico, luego del tradicional asado del mediodía en casa de sus padres.
— Dale abuelo, que tus finales no te salvan hoy.
El abuelo analizaba profundamente la posición en el tablero con su típica parsimonia, mientras una sonrisa incipiente aparecía en su rostro. En  su mente, las diversas combinaciones le predecían su próximo triunfo.
— Abuelo, este libreto está llegando a su fin —, le dijo convincentemente el pibe, mientras el abuelo movía un caballo con sumo cuidado.
El nieto desde muy pequeño había aprendido a jugar al ajedrez y había comenzado a concurrir a una academia de su barrio para perfeccionarse. Era muy preciso en su juego y tan confiado en su memoria, que ya dominaba sin ningún titubeo muchas variantes de las aperturas.
En cambio su abuelo estaba retirado de las lides ajedrecísticas. Tenía la experiencia de haber participado en numerosos torneos en su juventud, y ahora apostaba casi todo a su habilidad para conducir los finales.
— Para vos la partida es siempre un libreto—, le dijo el abuelo.
— Tratás de ganar con estudios previos, análisis, desarrollo. Conocés muchos detalles de variantes, aperturas y medio juego, pero en una partida de ajedrez eso no basta. Es en el final cuando llega la sorpresa y el golpe de gracia definitivo —, le refirmó.
— Eso lo decís vos porque nunca estudiaste y jugás de oído —, le replicó su nieto.
— No lo digo yo, eso lo dijo nada menos que el gran Capablanca —, le contestó el abuelo.
— Debés practicar los finales, si querés participar con éxito en los torneos de ajedrez — , le recalcó.
Su nieto no le respondió. Sabía que en el fondo su abuelo tenía toda la razón del mundo, mientras aceptaba confiado el cambio de damas. Estaba seguro que no iba a perder, porque la partida era muy pareja  y en principio lo tenía todo bien calculado.
Sin embargo, no pudo salir de su incredulidad, cuando luego de unos minutos de silencio su abuelo le anunció las próximas jugadas con su infaltable sonrisa.
— Con un jaque quedás perdido, porque te cambio todas las piezas y entro en un final con un peón pasado, contra tus dos peones doblados y atrasados.
El nieto hizo un gesto que delataba su sorpresa. Se quedó analizando la posición de ese final largo rato y evidentemente era así.
— Igual tendrías ventaja decisiva, si no te aceptaba el cambio de damas —, le dijo concluyendo la aseveración de su abuelo y sonriendo con resignación, mientras inclinaba su rey.
Durante los años siguientes la calidad de su juego fue progresando y la carrera ajedrecística del muchacho fue realmente meteórica, ganando numerosos torneos en su país. Era evidente que estaba surgiendo en el universo ajedrecístico una nueva estrella, con otros ojos, con otros conceptos y con otras ambiciones.
Hasta que a los veintidós años tuvo su gran oportunidad, cuando se clasificó por su país para participar en un importantísimo torneo internacional, con los adversarios más calificados del mundo. Tenía la ilusión intacta, que le abriría las puertas al reconocimiento general, con todo el tiempo por delante para llenar las páginas de su vida.
En el desarrollo de ese torneo tuvo una magnífica actuación y estaba invicto hasta llegar a la partida final de la última ronda que sería la definitoria. Debía jugar con blancas justamente con el gran favorito, que era considerado por su experiencia como uno de los mejores jugadores del mundo.
En esa partida final, al maestro favorito le bastaba con empatar para ganar el torneo, por lo que con sus piezas negras planteó una defensa francesa muy sólida. Sin embargo el joven jugador logró una pequeña ventaja en la apertura, y luego fue minando estratégicamente, una por una, las defensas que su adversario le fue oponiendo en el medio juego.
Por último, llegaron a un final que parecía muy difícil de definir, pero que el joven lo resolvió con una precisión magistral, que les hacía pensar a todos los analistas de ese juego, que ante ellos estaba nada menos que el alma del genial Capablanca.
Cuando el favorito del torneo completamente agotado y apesadumbrado, le tendió la mano para rendirse, las lágrimas de felicidad inundaban los ojos del muchacho. En medio de los aplausos, un grupo de amigos y simpatizantes inmediatamente lo rodeó para felicitarlo, mientras unos periodistas le sacaban fotos y buscaban grabar sus emocionadas palabras.
Evidentemente, había aparecido en el firmamento ajedrecístico una nueva y rutilante estrella, porque ese joven jugador había arrasado con los adversarios más calificados en ese importantísimo torneo internacional de ajedrez.
Y en esos momentos de gloria, no pudo menos que recordar a su querido abuelo, que hacía unos años ya se había ido de este mundo dejándole sus  enseñanzas y consejos. 

El perdedor 
Cuando bastante cansado se dio cuenta que no tenía alternativa alguna para salvar la partida, le tendió la mano a su rival para rendirse. Fue allí que repentinamente quedó completamente ignorado y solitario, en medio de  los aplausos y festejos al nuevo y joven campeón. Había conseguido el triunfo ganando la partida definitoria con él, que era el gran favorito, pero que ya tenía sus cuarenta y dos años cumplidos.
Sentado allí frente a ese mismo tablero, contemplaba al muchacho inmerso en sus recuerdos. Sabía por experiencia propia que esos instantes de felicidad lo acompañarían para siempre, sin importar cual fuera el curso de su vida futura.
Después de un tiempo prudencial, se levantó pesadamente de la silla y silenciosamente dirigió sus pasos para volver hacia su hotel. Cuando salió a la calle sabía que debía enfrentar una nueva jornada, después de la  triste derrota de esa noche.
En estado de completa depresión, buscaba en algún paraje solitario de su mente, alguna justificación técnica de esa partida, pero su única y real certeza en esos momentos era la incertidumbre sobre su futuro. Si bien había tenido numerosos traspiés en su vida ajedrecística, nunca había sentido una amargura semejante.
Algo se había quebrado en su interior y se sentía envejecido. Le parecía como que se le había apagado el fuego sagrado de su juego, la llama votiva de su inspiración. Era como si el motor que lo movilizaba había dejado de funcionar. Sentía un dolor agudo en el pecho, al ser consciente del grado de deterioro que se había producido en su juego en esa partida definitoria del torneo.
Pensaba que su vida ajedrecística por delante podría convertirse en un largo tormento, al ver que sus ilusiones de ganar este torneo tan importante se habían hecho añicos. En algún momento de su carrera, había pensado  firmemente en lograr el campeonato del mundo, pero ahora sentía que ya había perdido por completo esa esperanza que lo iluminara en otros tiempos.
Eran las dos de la mañana, cuando el perdedor llegó finalmente a la habitación de su hotel. Luego se recostó en la cama, fijando la vista en los mágicos contrastes sobre la pared provocados por el velador de la mesita de luz, que le parecían un enorme trebejo.
Al final de ese mismo día partiría de vuelta a su país, después de recibir el trofeo por el segundo puesto y el monto asignado para el premio, en la ceremonia de gala que se realizaría por la tarde.
Mientras trataba de dormir, permaneció un largo rato recostado, rodeado de miles de pensamientos que aguijoneaban su mente por lo que había ocurrido en esa noche, activando ese fuego que lo consumía. Quería tener un rato de sosiego en su mente, aunque le era muy difícil de lograr en esos instantes de tanta angustia.
Recién después de una hora logró conciliar el sueño. Pero el suyo no fue un sueño tranquilo. Fue una pesadilla poblada de imágenes extrañamente lejanas y cargadas de anhelos insatisfechos. De repente, percibió con estupor que sus pies se hundían en un inmenso tablero de ajedrez, mientras las piezas lo miraban danzando risueñas. Sentía que su cuerpo penetraba con rapidez en ese tablero que se parecía a una ciénaga.
Al introducirse en las profundidades oscuras, comenzó a tener dificultades en la respiración. Hasta que al comprender que los pulmones ya le estaban por explotar, comenzó a rendirse, abandonándose inexorablemente ante esa fuerza contra la que no podía luchar.
Fue en ese momento, cuando se despertó sobresaltado y sacudiendo la cabeza se sentó en la cama como impulsado por un resorte. Trató de respirar con la boca abierta, luchando por llenar sus pulmones de oxígeno, mientras el corazón le palpitaba intensamente y gruesas gotas de sudor cubrían su frente.
Un agudo espasmo le oprimía el pecho mientras se reprochaba:
— “¿Cómo era posible que el paso de los años no fueran capaz de mitigar la pena de una simple derrota?” “¿Cómo era posible que ese traspié disparara esa andanada de emociones contenidas que moraban dentro de su ser?”
Lentamente, su ritmo cardíaco comenzó a normalizarse y la conciencia de la realidad lo fue devolviendo al tiempo presente, sobre esa cama de sábanas solitarias y revueltas. Miró hacia la ventana, donde las luces de las farolas de la calle se filtraban por las hendijas de la persiana hacia el interior de la habitación. Los tenues resplandores de las agujas del reloj le indicaban que eran las cuatro de la mañana.
Con la boca reseca, se incorporó lentamente y se dirigió hacia el pequeño refrigerador de la habitación. Abrió la puerta y vertió una abundante cantidad de agua fresca en un vaso, que luego bebió de un trago. La sensación que le había dejado aquel sueño aún perturbaba su espíritu.
El perdedor permaneció un largo tiempo acostado tratando de serenarse, hasta que finalmente, cuando el amanecer comenzó a iluminar tímidamente los edificios de la ciudad, logró nuevamente conciliar el sueño.
Y fue en ese nuevo sueño diurno, cuando apareció en su mente la luz de la esperanza, diciéndole que en el futuro la herida de su alma terminaría por sanar y que esa derrota no era más que un hecho circunstancial de su vida.
Y en esos sueños, el perdedor volvió a salir a la calle con el propósito de reencontrar sus ganas de luchar en algún paraje solitario del camino de su vida. Iba a enfrentar una nueva jornada cargando esa pesada mochila sobre sus espaldas, pero con la firme determinación de seguir adelante.
Nuevamente ansiaba ahora volver a competir para revertir esa derrota y sentía en su alma ajedrecística, que a pesar de sus años, todavía podría realizar numerosas partidas magistrales que le reconfortarían su espíritu.
Era como si esa pesadilla pesimista que lo había perseguido durante la noche, se hubiese apagado entre esas mismas sombras, esperando por un nuevo día, esperando por la luz del sol, esperando por un mañana promisorio.








 
 
 
 
Versiones ilustradas por Frank Mayer
Primera parte "El ganador" .

23/2/14

El complicado ajedrez de mi vida

Porque esta vida no es
-como probaros espero-,
mas que un difuso tablero
de complicado ajedrez.
Del poema "Ajedrez" de Omar Khayyam  

Luego de aquellos reproches y ese pedido de separación por parte de mi novia en la casa de sus padres, me sentía más triste que nunca y me costaba mucho concentrarme en la partida. Estaba luchando en ese  tablero de ajedrez contra el ejército blanco de mi adversario, observando como sus peones avanzaban en forma arrogante y triunfal. Pensé con cierta excitación que de alguna manera, debería encontrar una variante salvadora para mi debilitada posición, en esa terrible lucha que se avecinaba.
Fue justo en ese momento cuando encontré la jugada milagrosa del sacrificio de un bravío caballo negro, con el que propiné a costa de su vida, un certero jaque al rey blanco. Finalmente, el rey de mi adversario tuvo que retroceder cobardemente para protegerse tras sus torres, muy junto a su dama. Por un instante, presentí que fácilmente podría lograr la paz en esa guerra sugiriendo un armisticio de tablas, que sin duda debería contar con la aceptación por parte de mi rival.
Fue allí, cuando repentinamente mi mente se dejó llevar por el deseo y a pesar de esa pena que tenía en el alma, me sentí estremecido por una brisa cálida y amorosa. Comencé a imaginar nada más y nada menos, que los labios húmedos y tiernos de mi amada en la vida real, eran los de aquella bella dama blanca de marfil. Allí estaba ella cerca de su rey, distante y altiva, bien protegida por el grueso del ejército de mi rival y rodeada por inexpugnables torres amuralladas, que me parecían la casa de sus padres.
Entonces, mi alma enamorada se impregnó por completo de los mismos objetivos por la que lucharía en la vida y con una cierta sensación de sosiego y esperanza, decidí postergar la propuesta de tablas. Sentía en mi espíritu que nada me importaba más en esa lucha ajedrecística que el placer de poder capturarla, como una ilusoria y prodigiosa forma de reconquistar virtualmente aquel sublime amor de mi vida. Por ello, empecé a plasmar en mi mente una estrategia distinta.
Fue así que decidí avanzar en forma enérgica con mi ejército negro, apoyado tácticamente con mi infantería mejor posicionada. Debería evitar a toda costa los flancos, que estaban siendo duramente diezmados por los ataques continuos de las fuerzas de mi rival. Mientras el campo de batalla seguía sembrándose de muerte, avancé firmemente con mi ejército negro. El combate se incrementó y muchos de mis peones cayeron luchando con gran valentía.
Finalmente, con mi otro caballo, que estaba bien cubierto y apoyado por los alfiles, pude llegar en forma lenta y subrepticia cerca de aquella ansiada dama. Allí, mágicamente estaba mi amada ante mis ojos, tan accesible, tan hermosa y apetecible, que hacía que todo mi ser esperara ansioso la jugada de mi rival para reconquistar a mi amada.
Pero cuando ya estaba por realizar el salto con el caballo sobre las defensas enemigas para capturarla, el grito repentino de “¡jaque mate!” de mi rival, me hicieron estremecer, paralizándome el corazón. Y entonces, mi alma se llenó de angustia ante la frustración en esa lucha virtual para lograr recuperar aquel amor perdido, en ese tablero difuso del complicado ajedrez de mi vida.