Era
una partida rápida a tres minutos con dos segundos de recupero por
jugada. Había quedado bastante bien en la apertura, pero poco a
poco, mi adversario
fue adquiriendo una posición dominante en el medio juego. A
todo esto, al avanzar la partida, el reloj me estaba dejando casi sin
margen de reflexión. Me
quedaban
ya pocos segundos para perder por tiempo y empecé a sentirme
agobiado e inquieto. Por suerte pude realizar al toque varias jugadas
obvias y de ese modo recuperé algo de tiempo, pero mi posición
seguía siendo muy delicada.
Fu
allí que de pronto como un relámpago apareció iluminada ante mi
vista la posibilidad de realizar una celada entregando
mi
dama. Entonces, para desconcertar
a mi rival
busqué que esa jugada le pareciera como un descuido mío fatal,
producto de mis nervios y de mi falta de tiempo. Pero si me comía la
dama, dando jaque con el alfil le daría luego mate apoyado por mi
torre.
¿Caería
en la celada? De todas formas no me quedaba otra alternativa y el
tiempo se me agotaba. De modo que jugué el caballo dejando la dama
colgada, poniendo cara de inocencia. Luego de realizar
la jugada, fingí al instante un gesto de contrariedad y cuando mi
rival me miró a los ojos, sorprendido e incrédulo, yo puse mi
mejor cara
de circunstancias.
Pero
mi rival dudó, sujetándose la cabeza con ambas manos y mientras
avanzaban los segundos de su reloj, el silencio era sobrecogedor y
el corazón me latía con fuerza. Hasta que cuando ya no le quedaba
nada de tiempo se decidió y no tomó mi dama de regalo, comiéndose
la torre y evitando así mi solapada amenaza. Finalmente luego de
realizar ambos varias jugadas al toque, no me quedó otra que
abandonar. Al despedirnos dándonos la mano mi adversario
me dijo con una sonrisa:
—Casi
caigo en tu celada y tuve suerte, porque a pesar del poco tiempo que
me quedaba, por tus actuaciones actorales pude darme cuenta que la
dama estaba envenenada.