Cuando el anciano abrió los ojos lentamente en esa tibia mañana miró el reloj de reojo. Eran casi las siete. Ya era de día, pero tenía sueño y era muy temprano para levantarse en ese domingo. Se dio vuelta arrellanándose entre las sábanas, ubicando la cabeza lo más cómodamente posible sobre la almohada. Nada lo complacía tanto como permanecer en un placentero estado de somnolencia.
Era un ser que vivía solitario en este mundo y no era como otras personas que debían saltar de la cama apenas se despertaban, incapaces de abstraerse de las demandas de la realidad. Cuando volvió a mirar el reloj, ya eran pasadas las diez de la mañana y no sabía bien si en ese lapso se había dormido o había permanecido despierto.
Se sentó en la cama, refregándose los ojos. Se levantó y como todas las mañanas tomó su ducha caliente. Una vez finalizado se secó y se vistió, y luego de prepararse el desayuno salió a la calle. A pocos pasos de su departamento, el parque estaba poblado como todos los domingos por la mañana. Allí estaban los niños corriendo de aquí para allá, y bajo la sombra de los árboles distinguió a sus viejos amigos jugando en las mesas de ajedrez. Ellos constituían los únicos vínculos afectivos que aún le quedaban, en la soledad de su vida.
Contempló el panorama con deleite. En ese día primaveral el parque estaba esplendoroso. Envuelto en la fragancia de las flores el anciano cerró los ojos e inspiró profundamente. Era una época de renacimiento, donde la naturaleza se regeneraba y los sueños reverdecían con nuevas oportunidades. Para él era una tregua que lo alejaba de los sombríos pensamientos que le traían esa permanente soledad de su vejez .
Y en esa soleada mañana de domingo de primavera, decidido a disfrutar de esos momentos de felicidad, el anciano se dirigió prestamente hacia donde estaban sus amigos para jugar sus habituales partidas de ajedrez.
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