― ¿Jugamos una partida, papá? ―, le preguntaba cuando llegaba. Mi padre siempre accedía con una sonrisa, aunque algunas veces estaba bastante cansado porque trabajaba como yesero en la construcción de edificios. Entonces nos poníamos a practicarlo antes de la cena preparada por mi madre. Casi siempre empatábamos, porque mi padre me permitía corregir los errores y volvíamos atrás las jugadas, que era una forma que tenía de enseñarme.
Ya en mi juventud las partidas eran más esporádicas, pero se hicieron muy intensas y peleadas y mi padre no me perdonaba. Yo me ponía muy triste porque siempre me ganaba, y entonces conseguí en una biblioteca unos libros de ajedrez con los que estudié algunas aperturas y un poco del medio juego. Con esos nuevos conocimientos ajedrecísticos pude emparejar bastante los resultados, dado que muchas veces me permitía quedar con alguna ventaja en los finales, donde mi padre era un experto, aunque nunca se había preocupado de estudiar absolutamente nada de este juego.
Con el pasar del tiempo la lucha se fue haciendo sumamente pareja y cada vez más reñida. Luego de muchos sacrificios en la vida pude recibirme de ingeniero, me casé y me independicé de mis padres que tanto me ayudaron en mi juventud, pero siempre nos reuníamos los domingos al mediodía en la vieja casa para almorzar. La familia se mantuvo pequeña dado que lamentablemente no pude tener hijos y por las tardes mientras mi esposa y mi madre departían todo el tiempo conversando sobre sus cosas, la partida de ajedrez con mi padre comenzó a constituir el clásico de los domingos.
Fueron muchos los años en que se extendió ese ritual, hasta que todo terminó abruptamente cuando falleció mi madre. Al quedar solo, mi padre fue perdiendo lentamente la memoria afectado por la enfermedad de Alzheimer y ya cumplidos los setenta años tuvimos que internarlo en un geriátrico especializado, donde el domingo era el día de visita.
En ese establecimiento mi padre no hablaba ni se acordaba prácticamente de nada y cuando al primer domingo lo fuimos a visitar con mi esposa, casi no nos reconoció. Entonces se me ocurrió al domingo siguiente llevar aquel viejo juego de ajedrez de madera que me había regalado de niño y sobre el cual habíamos realizado tantas partidas. Al llegar, puse el tablero y las piezas sobre la mesa y cuando mi padre lo vio ocurrió un milagro, ante el asombro general de todos los que allí estábamos. Su mente pareció resurgir de las tinieblas, me sonrió y me dijo como en aquellos tiempos de mi niñez:
― ¿Así que me estabas esperando, nene? Bueno, juguemos una partida ante de cenar ―.
— No te ilusiones que esta partida está llegando a su fin, ¡Jaque! — me dijo repentinamente, con un destello en la mirada, mientras me comía un peón sacrificando la torre.
Ante esta inusitada jugada quedé completamente sorprendido y no le respondí, porque al analizar la posición comprendí que tenía razón y cuando le comí la torre, tras unos minutos de silencio, mi padre me anunció las próximas movidas con una sonrisa socarrona:
— Ahora alfil jaque y cuando vayas con el rey a tu única casilla, con el caballo te doy jaque doble y te como la dama—, me dijo con total seguridad.
— ¿Quieres volver atrás tu jugada de toma de torre? ―, me preguntó luego, como siempre lo hacía en los tiempos de mi niñez.
— Abandono, porque igual tendrías una ventaja decisiva —, le contesté con mi corazón palpitando de alegría, pero tratando de aparentar en mi rostro un estado de completa resignación y pena, como en aquellos viejos tiempos cuando perdía con él. Al concluir la partida, luego de despedirme con un beso, mi padre volvió a guarecerse en las sombras de su mente.
Desde ese día recomenzamos nuevamente el clásico de los domingos, y como un hecho inexplicable para la ciencia médica, sucedió que mi padre juega ahora mucho mejor que antes y su mente que se despierta en los instantes de las partidas, elabora jugadas maravillosas. Y aunque parezca mentira, me ha ganado hasta este momento todas las partidas que hemos jugado, por más empeño que yo he puesto en el desarrollo del juego. Pero ya no me pongo triste por el hecho de perder con mi padre como en mi juventud, por el contrario, me siento muy feliz y deseo que sean eternos esos clásicos de ajedrez de los domingos, que mágicamente hacen resucitar su mente de las penumbras en la que se halla sumergida.