Hay cosas que simplemente concluyen
aunque uno no quiera.
Estaba
perdidamente enamorado de mi
alumna, a quien le enseñaba
ajedrez,
cuando me di cuenta que nada
dura para siempre.
En un momento dado ella se plantó
frente a mi, apretando los puños, conteniendo el aliento, y tratando
de no soltar las lágrimas que amenazaban con salir, me dijo en
forma simple y llana, como para romperme el corazón:
—Maestro, ya no quiero seguir más
con sus clases de ajedrez.
La
miré completamente
sorprendido,
y cuando me
convencí
que lo que ella
decía era categórico
y contundente, mis esperanzas
de amor se desmoronaron
por completo.
Guardé
silencio y desvié
la vista de sus ojos, sabiendo que ella
pretendía
decirme
algo más.
—Ya veo—,
dije
débilmente.
Mi
voz era apenas
un murmullo audible. Muy diferente de mi
voz firme de estos últimos días, con
el desarrollo de líneas de
juego, variantes y consejos
ajedrecísticos,
aunque envueltos
con algunas insinuaciones que
evidentemente fueron inapropiadas.
Finalmente, cuando la
vi retirarse de mi vista
con los libros de ajedrez en sus manos,
comprendí que desde
ese instante mi
vida seguiría
para siempre lejos de ella.
Entonces, sintiendo a mi
alma angustiada, me
quedé
allí parado, con mis
rodillas temblando, mientras susurraba
su nombre una y otra vez.