Hay cosas que simplemente concluyen abruptamente aunque uno no quiera. El maestro de ajedrez disfrutaba enseñándole a su alumna de la que estaba perdidamente enamorado, cuando se dio cuenta que nada dura para siempre.
En un momento dado ella se plantó frente a él, apretando los puños, conteniendo el aliento, y tratando de no soltar las lágrimas que amenazaban con salir, le dijo:
—Maestro, ya no quiero seguir más con sus clases de ajedrez.
Él la miró sorprendido, y cuando se convenció de lo que ella decía era categórico y contundente, sus esperanzas de amor se desmoronaron por completo. Luego de escucharla guardó silencio y desvió la vista de sus ojos, porque sabiendo que era casada, seguramente ella pretendía decirle algo más.
—Comprendo —, le contestó débilmente, antes que ella volviera a hablar.
Su voz era apenas un murmullo audible. Muy diferente de su voz firme de hacía solo unos instantes, dándole consejos para jugar en el ajedrez como también en la vida, los que envueltos con algunas insinuaciones amorosas, evidentemente fueron inapropiados.
Finalmente, cuando la vio retirarse con los libros de ajedrez en sus manos, comprendió que desde ese momento dejaría de disfrutar de su presencia para siempre.
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