Un tablero de sesenta y cuatro casillas era un campo
de batalla claro oscuro, donde treinta y dos piezas blancas y negras esculpidas
en madera emergían tenuemente iluminadas por las luces del viejo salón del club
de ajedrez. Se enfrentaban por un lado el hombre que conducía las blancas, representado
por un gran maestro internacional ya retirado y por otro, una computadora de
última generación conduciendo las negras. Era una partida pactada sin límite de
tiempo, hasta que se produzca la muerte del humano, donde la computadora tendría la obligación de contestar en el mismo lapso
empleado en su jugada anterior por el hombre.
Se trataba de un mach que había propuesto el gran maestro, que ya tenía ochenta años, afirmando que esa sería su partida final. El desafío era muy difícil y el veterano maestro había dicho que vencería a la computadora regulando su tiempo de reflexión y análisis durante todo el período que le quedaba de vida, considerando la vida util de la computadora y que las partidas de ajedrez pueden llegar como promedio a algo más de cincuenta jugadas.
Luego de pasar algunos años, ya se acercaba el final de la partida y la computadora había efectuado ese día un seguro movimiento analizando con su fuerza bruta un número casi ilimitado de combinaciones, en el mismo tiempo que había empleado el maestro, tal cual lo pactado. Con esa última y precisa jugada la computadora seguía una línea de juego, que según su programa, la conducían hacia un desenlace satisfactorio de la partida.
Le tocaba mover al maestro que no parecía tener prisa porque el tiempo se había detenido ante sus ojos y pensaba realizar un concienzudo análisis de las diversas opciones, ya que realmente su posición no era del todo favorable. Sin embargo, esta vez ocurrió algo milagroso, porque un mágico destello de luz iluminó su mente y con la velocidad de un rayo efectuó una jugada extraordinaria y genial.
Ahora debía jugar la computadora y evidentemente era un movimiento muy complicado para resolver en el poco tiempo que disponía. Ella comenzó a efectuar con toda la premura posible el análisis de las infinitas variantes que se producían, pero los minutos pasaban raudamente y se acercaba el fin del tiempo pactado para realizar su movimiento.
Fue allí que el anciano maestro sonrió para sus adentros, al percatarse en un momento dado que un tenue y casi imperceptible hilito de humo blanco había comenzado a surgir de la carcasa de su adversario.
Se trataba de un mach que había propuesto el gran maestro, que ya tenía ochenta años, afirmando que esa sería su partida final. El desafío era muy difícil y el veterano maestro había dicho que vencería a la computadora regulando su tiempo de reflexión y análisis durante todo el período que le quedaba de vida, considerando la vida util de la computadora y que las partidas de ajedrez pueden llegar como promedio a algo más de cincuenta jugadas.
Luego de pasar algunos años, ya se acercaba el final de la partida y la computadora había efectuado ese día un seguro movimiento analizando con su fuerza bruta un número casi ilimitado de combinaciones, en el mismo tiempo que había empleado el maestro, tal cual lo pactado. Con esa última y precisa jugada la computadora seguía una línea de juego, que según su programa, la conducían hacia un desenlace satisfactorio de la partida.
Le tocaba mover al maestro que no parecía tener prisa porque el tiempo se había detenido ante sus ojos y pensaba realizar un concienzudo análisis de las diversas opciones, ya que realmente su posición no era del todo favorable. Sin embargo, esta vez ocurrió algo milagroso, porque un mágico destello de luz iluminó su mente y con la velocidad de un rayo efectuó una jugada extraordinaria y genial.
Ahora debía jugar la computadora y evidentemente era un movimiento muy complicado para resolver en el poco tiempo que disponía. Ella comenzó a efectuar con toda la premura posible el análisis de las infinitas variantes que se producían, pero los minutos pasaban raudamente y se acercaba el fin del tiempo pactado para realizar su movimiento.
Fue allí que el anciano maestro sonrió para sus adentros, al percatarse en un momento dado que un tenue y casi imperceptible hilito de humo blanco había comenzado a surgir de la carcasa de su adversario.