8/8/15

La tarjeta postal

A fines del siglo pasado estaba disputando la partida definitoria de un torneo internacional de ajedrez por correspondencia, con un rival de un país vecino. En aquella época, los movimientos de las partidas, eran comunicados mediante una tarjeta postal diseñada especialmente para ello, estipulándose el tiempo de juego en días por jugada realizada.
En esa modalidad ajedrecística, yo podía analizar cada movimiento sin la presencia de mi contrario esperando que juegue, sin el agobiante tic-tac del reloj y en la completa tranquilidad de mi hogar. De esa manera, podía contar con un registro de las ideas o variantes y consultar libros u otros materiales escritos. En esa época no existían los ordenadores. Lógicamente, la duración de las partidas se extendía notablemente en el tiempo y esa contienda ya casi llevaba un año.
Estaba definiendo la última partida del torneo donde empatábamos el primer puesto, luego de una ardua lucha con los otros rivales. Se había desarrollado una disputa larga y encarnizada, pero ya estábamos en la fase final. Con negras a la salida natural del peón rey de mi adversario respondí con igual respuesta y a la jugada natural de salida del caballo del rey a tres alfil, contesté con una jugada similar. De esa forma, entré en una defensa Petroff del cual era un experto y contaba con muchísima bibliografía y el antecedente de una cantidad enorme de partidas realizadas en torneos donde se había empleado esa variante.
Luego de la apertura había efectuado una rápida movilización de mis fuerzas y una correcta disposición de los peones, a fin de conquistar el centro del tablero. La lucha en el medio juego fue intensa, no exenta de belleza con maniobras ingeniosas e inteligentes y ahora habíamos entrado en un final muy complejo. La jugada que debía realizar me llevaría bastante tiempo de análisis, porque intuía que podía ser la que definiera esa partida trascendental. 
La búsqueda de las variantes adecuadas, me hacían desvariar y encontrarme ausente del mundo que me rodeaba. Sentía una opresiva y tortuosa sensación, y no podía evitar la impresión de ser perseguido por una infinidad de fantasmas invisibles que incansablemente me rondaban, acechaban y perturbaban sin darme tregua. Esa posición aparecía en mi mente en cualquier parte, en cualquier momento, en las noches, mientras estaba en la oficina o cuando hacía las cosas de todos los días. 
“¿Me estaré volviendo loco?”, me preguntaba. Después de todo, la locura debía ser algo parecido, porque mi mente vagaba libre, inalcanzable, lejos de las limitadas fronteras de lo material, tratando denodadamente de hallar la contestación exacta de esa partida. Mas la jugada salvadora no aparecía y el fin del día estipulado para hacerla ya estaba por vencer.
Pero en ese anochecer, cuando estaba sentado en el ómnibus para retornar a mi casa desde la oficina, un relámpago estalló dentro de mi cabeza. La certeza de lo que debía hacer me sacudió con vigor, despertándome de ese estado en que permanentemente me encontraba. Era mi última oportunidad.
Cuando  llegué a mi casa corrí desesperado a mi habitación y me paré frente al escritorio sobre el cual estaba el  juego de ajedrez. Arrimé la silla y me senté. Ubiqué las piezas con manos temblorosas en la posición de la partida y esperé en una intensa súplica, con mis dedos reposando sobre el expectante tablero. La jugada decisiva aparecía allí frente a mi vista y ya al hacerla quedé inmóvil y agotado.
Un creciente cosquilleo me anunciaba que la incontenible marea se estaba aproximando. Lentamente primero, desenfrenadamente después, las numerosas combinaciones se desarrollaron sobre el tablero  Las sombras chinescas de las piezas se proyectaban en una danza sin fin, brotando alternativas y variantes que habían estado ocultas y que fueron cobrando vida, escapándose del oscuro encierro de mi mente. Me parecía una eternidad el tiempo que había luchado por conseguir esa ansiada respuesta. Pero el momento tan esperado había llegado por fin.
Aparté las manos del tablero y me sequé la frente húmeda. Sentía un alivio indescriptible, porque había logrado la respuesta  perfecta a esa posición tan compleja. Decidí entonces volver a estudiar la jugada con gran cuidado, para ver si había tenido en cuenta el más mínimo detalle. Empecé a repasar todo una y otra vez, y en un momento dado estaba tan eufórico, que sentía como si esos análisis fuesen conducidos por la mano invisible del mismo Capablanca. Comprendí finalmente que había logrado con esa jugada, un final muy promisorio y prometedor.
Luego de enviar la tarjeta postal, la espera de mi adversario comenzó a carcomerme el alma, porque el tiempo siempre fue para mí una obsesión desde muy pequeño. Había tratado de olvidar la partida, pensando en otras cosas o sumergiéndome en el trabajo rutinario de la oficina, pero no lo había conseguido. Me preguntaba que pensaría mi rival de esa jugada, que significado tendría para él y que emociones pasarían por su espíritu, cuando transitara silenciosamente el estudio de la respuesta signada en mi tarjeta postal.
En la soledad de mi vida, quería descansar mi mente, pero no lo lograba. Las noches estaban plagadas de figuras de ajedrez que me privaban del necesario bálsamo del sueño, transformando ese tiempo en un sinfín de escaques de pesadilla. Muchas veces me despertaba en la madrugada bañado en un sudor frío, victima de esos pensamientos. Pasaban los días y estaba desesperado, con mi cabeza dando vueltas. Lo que más quería en este mundo era recibir esa tarjeta de respuesta.
El tiempo pasaba y como la tardanza comenzaba a hacerse larga, el plazo estipulado para la contestación ya estaba por vencer. Sabía que mi rival no abandonaría la partida tan fácilmente, ya que la perseverancia en el análisis era uno de sus atributos más fuertes. Finalmente el día límite que debería recibir la respuesta había llegado. Al mirar el reloj después de despertarme, consideré que era temprano y que todavía faltaba algún tiempo para que arribara el cartero. Eran las diez de la mañana cuando el hombre por fin vino a casa, trayendo la ansiada tarjeta.
Al entregármela traté de ojear la jugada pero no lo hice. Súbitamente comencé a sentir esa particular y ominosa sensación paralizante que produce el miedo a lo desconocido y el temor me fue invadiendo progresivamente. Cuando entré en mi casa y me decidí a ver la jugada, me sentí desconcertado, aturdido y sin reacción. El tiempo transcurría mirándola, pero mi mente se negaba a asimilarla. La impotencia me sacudía el pecho con una angustia que amenazaba mi cordura, mientras sostenía la tarjeta con los dedos, contemplándola una y otra vez.
Como hipnotizado por la incredulidad, me dirigí  hacia la habitación donde tenía el ajedrez, caminando lentamente como un autómata. Mientras los ojos se me iban llenando de lágrimas, todo a mi alrededor se fue volviendo borroso e irreal. Lo que tenía en la mano era la jugada decisiva y trascendental, tan bella e irreal que no la había previsto y en esa tarjeta postal estaba la prueba irrefutable de mi derrota, que luego constataría fehacientemente con las piezas sobre el tablero.

                 Tarjeta postal de ajedrez 

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