Me retiré bastante tranquilo, porque nadie me vio en la casa de mi alumno, después de haber concurrido a darle una clase de ajedrez. Ese día mi alumno me desafió intempestivamente a jugar una partida, la que duró casi una hora en la que finalmente me ganó. Fue en ese momento que no pude soportar su sonrisa petulante y sobradora, mientras derribaba con violencia mi rey, exhibiéndome con soberbia el peón blanco con que me había dado mate.
En realidad, podría haberle pedido la revancha, pero el cuchillo sobre la mesa estaba más a mano. Nunca he sido una persona violenta, pero ese día no pude consentir que un novato como él me gane al ajedrez, mofándose de esa forma de un maestro como yo.
Me esforcé por no dejar ningún rastro o huella digital que delatara que había estado allí. Limpié todo, y antes de irme, recogí en la caja las piezas del juego, algunas de las cuales estaban dispersas por el suelo, y la guardé en el armario junto con el tablero.
Ante mi sorpresa, la policía no tardó mucho tiempo en venir a mi casa. Resulta que cuando recogí las piezas de ajedrez, no me percaté que justamente aquel peón blanco, había quedado oculto, firmemente aferrado a la mano de mi alumno.
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