Cuando hizo su aparición en la sala donde se celebrarían las partidas del torneo mundial de ajedrez, el silencio fue roto por el murmullo de los espectadores al ver entrar al favorito. Saludó a la gente y se sentó en su lugar asignado con las piezas blancas en uno de los tableros que había frente al escenario. Era la hora de la verdad y debía estar sereno, porque había mucho en juego.
Pero al encenderse las luces de la sala de juego, se diluyó junto con las penumbras el pequeño ensueño ajedrecístico de ese hombre ajado y triste. Debía efectuar la limpieza del piso, porque comenzaba su nuevo día de trabajo.
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