Sus padres y maestros decían que disfrutaba mucho jugando al ajedrez, pero lo que pasaba de verdad es que no podía soportar perder con sus amigos o compañeros de la escuela, a los que generalmente les ganaba. Al enterarse que había ingresado en el colegio un alumno que jugaba muy bien al ajedrez, no tardó en desafiarlo. Finalmente disputaron la partida, y si bien en la apertura y medio juego tuvo alguna ventaja, el alumno nuevo, jugando en forma precisa en el final, logró vencerlo.
Sin embargo, su rival no se mostró tan eufórico ante el triunfo como siempre lo hacía él, ya que tomó naturalmente y con modestia su victoria. Al despedirse, le dijo que había sido muy divertido jugar con él y que tendrían que disputar un nuevo encuentro. Aquel día no se habló de otra cosa en la escuela que no fuera la victoria de su rival. Él se sentía apenado, pero no tenía aquella sensación de humillación que antes tanto lo atormentaba cuando perdía. Al día siguiente ya no se sentía tan mal y decidió que debería prepararse mucho mejor para la revancha.
Allí comenzó a comprender que para disfrutar del ajedrez no era fundamental el hecho de ganar o perder, sino vivir las partidas con ganas, intentando hacerlo bien y disfrutando de aquellos momentos agradables del juego. Que cuando se gana, si bien uno está satisfecho consigo mismo, cuando se pierde, el disgusto debe hacernos reflexionar sobre lo que se hizo mal, para no volver a perder en una nueva partida.
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