Todas las tardes que me dirigía a la escuela donde dictaba clases de ajedrez, un niño que seguramente conocía mis actividades, me gritaba apoyado tras la ventana de su casa: Gané ¡jaque mate!. Una tarde solo para ver lo que sucedía, decidí seguirle el juego. Al pasar por su ventana, antes que el niño atinara a nada, en forma sorpresiva le grité: Gané ¡jaque mate! Entonces, el pequeño empezó a hacer pucheros y luego se puso a llorar. Rápidamente me acerqué para consolarlo y dolorido le manifesté que solo estaba jugando y que no quise ofenderlo. Entonces, me miró con sus ojitos llorosos y me dijo que a él no le gustaba perder al ajedrez.
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